Aunque esta ya no es la guerra de Calderón, es otra. O, mejor dicho, es aquella pero 12 largos años después. Y lo que la explica hoy no es lo que la explicaba en 2007-2009: sus epicentros se movieron, sus actores son distintos, su dinámica ya no es la de entonces. La guerra ha cambiado mucho, se ha diversificado hasta el punto en el que quizás sería mejor hablar de varias guerras y no de una sola, o subdividirla en diferentes periodos y regiones. Con todo, más allá de esa complejidad tan ávida de que se le haga justicia, la guerra sigue, sobre todo, por sus continuidades.
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Porque hay regiones del país donde las organizaciones criminales siguen teniendo más fuerza que los poderes públicos. Donde las instituciones de seguridad y justicia son muy débiles, están postradas, corrompidas o de plano capturadas por la propia delincuencia a la que tendrían que combatir. Donde los cárteles se imponen, ya sea en términos de capacidad de fuego o arraigo social, de recursos humanos o financieros, incluso de control territorial o hasta mando político, por encima de las autoridades constituidas. Tal vez nos hemos acostumbrado, después de tantos años, a este macabro paisaje cotidiano. Pero no, no es normal. Es el paisaje de un país que, desdichadamente, sigue en guerra. Y que la ha perdido también en la medida que ha tenido que acostumbrarse a ella, asumirla como algo habitual, y que ya no se agravia por lo que tiene, por lo que debería tener, de intolerable.