“Ya no hay guerra. Oficialmente no hay guerra, porque nosotros lo que queremos es la paz”. Eso dijo el presidente a principios de este año . Y lo ha repetido, con uno u otro matiz, varias veces. No obstante, una serie de actos de violencia se ha empeñado en llevarle la contraria: Salamanca , Minatitlán , Ixtla , Acapulco , Uruapan , Coatzacoalcos , Tepalcatepec , Nuevo Laredo , Cuernavaca , Aguililla , Tepochica … y ahora Culiacán . No fue un hecho aislado. Es el más reciente y puede que el más aparatoso, no el que cobró más vidas, de múltiples episodios que se siguen acumulando día con día, igual que desde hace más de una década, sin que el “cambio de estrategia” anunciado por el nuevo gobierno haga diferencia. Más aún, sin que haya siquiera claridad sobre en qué consiste ese “cambio” ni en cuál es, de hecho, la “estrategia”. López Obrador no cree en la guerra, ya la decretó terminada, no quiere pelearla más. Pero la guerra, de todos modos, sigue.
Y la guerra seguía...
Aunque esta ya no es la guerra de Calderón, es otra. O, mejor dicho, es aquella pero 12 largos años después. Y lo que la explica hoy no es lo que la explicaba en 2007-2009: sus epicentros se movieron, sus actores son distintos, su dinámica ya no es la de entonces. La guerra ha cambiado mucho, se ha diversificado hasta el punto en el que quizás sería mejor hablar de varias guerras y no de una sola, o subdividirla en diferentes periodos y regiones. Con todo, más allá de esa complejidad tan ávida de que se le haga justicia, la guerra sigue, sobre todo, por sus continuidades.
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Porque hay regiones del país donde las organizaciones criminales siguen teniendo más fuerza que los poderes públicos. Donde las instituciones de seguridad y justicia son muy débiles, están postradas, corrompidas o de plano capturadas por la propia delincuencia a la que tendrían que combatir. Donde los cárteles se imponen, ya sea en términos de capacidad de fuego o arraigo social, de recursos humanos o financieros, incluso de control territorial o hasta mando político, por encima de las autoridades constituidas. Tal vez nos hemos acostumbrado, después de tantos años, a este macabro paisaje cotidiano. Pero no, no es normal. Es el paisaje de un país que, desdichadamente, sigue en guerra. Y que la ha perdido también en la medida que ha tenido que acostumbrarse a ella, asumirla como algo habitual, y que ya no se agravia por lo que tiene, por lo que debería tener, de intolerable.
La guerra sigue, además, en la militarización. En la apuesta por que sean el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional quienes se hagan cargo, en un mientras que ya se volvió crónico, del problema de la seguridad pública. Y en el abandono no solo de las corporaciones civiles a todos los niveles, sino de cualquier aspiración a apuntalarlas. Tener a fuerzas armadas federales en las calles haciendo labores que deberían corresponder a las policías, sin un plan viable de regreso a los cuarteles ni tampoco un proyecto claro de reconstrucción de los cuerpos de seguridad locales, es renunciar a construir un horizonte para la post-guerra. No es una forma de ponerle fin sino de prolongar, normalizándola, la dinámica de la emergencia.
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Y luego siguen los muertos, que ascienden a 30 mil entre diciembre y septiembre pasados. Se proyecta que 2019 será el año con el mayor número de homicidios y la tasa más elevada desde que se lleva registro. Este sería el quinto año consecutivo en que dicho indicador, la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes, crece respecto al año previo. Las cifras suben, la tendencia no cede y, sin embargo, el presidente predica un “ pacifismo ingenuo ” (la expresión es de Eduardo Guerrero) basado en la expectativa de que si el Estado renuncia a ejercer su fuerza legítima la violencia, por ende, descenderá. Tenemos una política de seguridad, en resumidas cuentas, de aparente inspiración anarquista. Y la guerra, acumulando muertos, sigue.
Las otras soluciones que ha propuesto el actual gobierno, fundamentalmente a través de la política social y de “atacar las causas”, como dice López Obrador, son de impacto incierto y, sobre todo, largo plazo. Ninguna implica medidas para la coyuntura inmediata, para hacerse cargo de la gravedad del presente. Pero la guerra sigue y, parafraseando a Keynes, el problema es que en el largo plazo todos estaremos muertos. Aunque hablando desde México quizás sería más propio decir que, de seguir así, no es que en el largo plazo todos estaremos muertos, es más bien que a todos nos habrán matado.
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