En su libro Duarte, el priísta perfecto , Arturo Ángel consigna una frase que, al inicio de su carrera política, el exgobernador de Veracruz repetía con frecuencia: “en arca abierta hasta el santo peca”. Viniendo de semejante personaje parece una burla, pero lo cierto es que a su manera da cuenta de un aspecto fundamental del fenómeno de la corrupción, a saber, la existencia de un contexto habilitante. Porque los corruptos no nacen, se hacen.
La corrupción, lo mismo que la integridad, es una conducta aprendida. No exactamente una cuestión de falta de virtud, sino de abundancia de oportunidades. En un ambiente propicio para la corrupción (e.g., que la minimiza, la racionaliza, la justifica o no la castiga), las personas tienden a tolerarla cuando no hasta a participar en ella.
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De las investigaciones de Miriam Castillo, Nayeli Roldán y Manu Ureste sobre La Estafa Maestra , o de Mariel Ibarra y Silber Meza sobre Los Piratas de Borge , aprendimos, asimismo, que la corrupción no es una irregularidad sino, más bien, un sistema. Es decir, que los protagonistas son muchos, pueden cambiar con el tiempo, moverse de un lugar a otro, pero lo que permanece es el modus operandi de una amplia red de complicidades institucionales, perfectamente susceptible de sobrevivir aún y cuando todos los que participaron en ella fueran identificados y arrestados.
De poco sirve meter a la cárcel a los funcionarios responsables de abusar de su poder para saquear recursos públicos si, además, no se cambian los engranajes que les permitieron operar. Una cosa es castigar a los corruptos y otra, muy distinta, desmantelar la maquinaria de la corrupción.