Así es como muchos en la órbita lopezobradorista, empezando por el propio presidente, han renunciado a discutir con honestidad. Sus respuestas no responden: evaden, desvían, chantajean. Sustituyen los datos por consignas y reproches. En lugar de ofrecer razones, trivializan y descalifican. No hay tema sobre el que no insistan en imponer esa pueril distinción que hace imposible el intercambio constructivo de argumentos: de un lado está la derecha, los fifís, la reacción, los conservadores, los cretinos, y del otro está el lado correcto de la historia, la causa de hacer patria, el pueblo bueno, los treinta millones de votos, el es un honor estar con Obrador. La distinción funciona porque les permite pretender que tienen el monopolio de la virtud y eso los blinda de tener que habérselas con sus pifias e incongruencias.
Desde esa posición de impostada superioridad moral los problemas adquieren un significado distinto. No son asuntos que perjudiquen a personas concretas, con respecto a los cuales la población tenga derecho a organizarse para exigir soluciones, o de los que quepa esperar que las autoridades asuman su responsabilidad. Los problemas son recursos que sus adversarios estarían utilizando para perjudicar al presidente –siempre, todo, se tiene que tratar de él y de su condición de víctima–, y que el propio presidente y sus leales terminan instrumentalizando contra quienes se atreven a dudar o llevarles la contraria. Llegados a ese punto ya da igual cómo gobiernen, lo único que les importa es que ellos son los buenos y los demás están mal.