Michoacán nuevamente vuelve a estar en el ojo de huracán, por las razones equivocadas. El cobarde asesinato del Alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, frente a su propia familia en el Día de Todos los Santos, es un recordatorio crudo de que el estado está irremediablemente tomado por el crimen organizado.
Michoacán, ícono de la herencia maldita
Michoacán ya no es noticia por ser uno de los estados de mayor diversidad cultural. Por ser la primera comida mexicana que reconoció la UNESCO como patrimonio intangible. Por su biodiversidad. Por sus festivales culturales internacionales. Por ser de los principales puertos del país. Por ser una potencia agrícola (amenazada). Es noticia por la violencia e inseguridad.
Pero esta no es una realidad ni nueva ni reciente. Sí es, sin embargo, una prueba más de la evidente inacción que desde hace ya prácticamente dos décadas se ha tenido desde el Gobierno Federal para poner orden en un país cada vez más ensangrentado y descompuesto.
En este siglo XXI, gobiernos han ido y venido. Tres partidos políticos han ocupado la silla presidencial. Y desde los años 2000, nada parece cambiar. Ni la espiral creciente de violencia, ni la omisión gubernamental ante ella.
Desde aquella fatídica “guerra” calderonista al inicio de su mandato, hasta las promesas vacías de AMLO de un cambio de rumbo, la constante ha sido la de hacer nada al respecto.
Michoacán es la prueba más fehaciente de la constante irresponsabilidad del ejecutivo federal desde 2006 a la fecha. Es justo la entidad donde en su momento Calderón decidió iniciar su mortal guerra, por razones más personales y políticas que por una estrategia de seguridad.
En la visión de Calderón, tenía lógica empezar allá el uso de las fuerzas armadas para combatir la inseguridad. Es su estado natal. Y quería desacreditar a un gobierno estatal de oposición. Su prioridad no era la seguridad, era obstaculizar todo aquello que fuera del PRI o del PRD.
Por eso no empezó en otro estado con mayor conflicto, como Guerrero que tanto se le propuso. Y por eso no envió fuerzas federales en más de un año y medio a estados como Nuevo León, que entraron en profundas crisis de violencia por sus errores de “estrategia”.
Si bien tratar de afectar a gobiernos estatales opositores podría ser natural en cualquier presidente, en un tema tan delicado como la seguridad pública era más bien una estrategia cruel y homicida.
Y aún estando intervenido federalmente Michoacán desde 2007, su capital, Morelia, fue el escenario en 2008 del primer acto terrorista en México en décadas, en plena celebración de la Independencia.
Siendo justos, Calderón heredó de Fox un país visiblemente fuera de control. Poderes fácticos revitalizados, sindicatos obscuros envalentonados, y por supuesto un crimen organizado fortalecido. Todo gracias a su inhabilidad para gobernar, y a su clara falta de visión y contenido.
Pero eso no justifica los graves errores del calderonismo en materia de seguridad. El país pasó de tener zonas muy localizadas en conflicto, a tener a todo el territorio incendiado.
Y llevó al narcotráfico de ser una industria muy focalizada, a controlar todo tipo de delitos: piratería, extorsión, trata de personas, huachicol; y hasta supervisar acciones de delito común.
Llegó Peña, y la situación no solo no cambió, sino que siguió empeorando. Los conflictos personalísimos entre Videgaray y Osorio Chong llevaron, entre otras cosas, a que el zar hacendario, o presidente de facto, congelara recursos fundamentales para una estrategia integral de seguridad.
La militarización siguió y se profundizó. Y se mantuvo la peligrosa falta de una estrategia de prevención social de la violencia que realmente fuera al corazón de la descomposición social.
En 2013, Peña mandó al controversial Alfredo Castillo como comisionado especial para pacificar Michoacán, encabezando nuevamente la incursión de las fuerzas armadas. El resultado fue exactamente el mismo que con Calderón: creció la violencia.
Eso sí, ese mismo año un grupo desorientado, o desmemoriado, de Senadores panistas buscó impulsar la desaparición de poderes en el estado, ante la licencia por enfermedad del entonces gobernador priista Fausto Vallejo. Pura politiquería, con Michoacán de pretexto.
En 2018 llegó AMLO, y las cosas siguieron igual, y hasta peor. Gritó a diestra y siniestra que atacaría las causas de fondo: los problemas sociales. Pero en cambio, siguió abriendo más paso a las fuerzas armadas, prefirió los abrazos, y nunca tuvo una estrategia social real. La inseguridad siguió creciendo.
Esos 18 años son los que heredó la actual presidenta. Y esos mismos 18 años son los que Michoacán ha vivido en zozobra por tres sexenios que prefirieron voltear la cara a la criminalidad. No sabemos bajo qué intereses, porque el país nunca fue uno de ellos.
Después de la intervención calderonista de 2007 a 2012, nada cambió en Michoacán. Después de la incursión federal peñista en 2013, nada cambió en Michoacán. Después de los 6 años de abrazos obradoristas, nada cambió en Michoacán.
Hoy se habla mucho de un cambio tangible de estrategia de seguridad de la actual Presidenta, diferenciándose de su mentor y, para el caso, de los fallidos sexenios calderonista y peñista.
Aunque hoy sigue ausente una estrategia de prevención social de la violencia, el cambio de estrategia sí es perceptible. La duda es: ¿este cambio es lo suficientemente profundo para recuperar el esplendor michoacano, y para corregir rumbo en tantos estados que siguieron la misma suerte?
Por el bien de México, ojalá que así sea. Y por el pacífico descanso de todos aquellos que, como Carlos Manzo, han buscado aportar un granito de arena a erradicar el cáncer de la violencia y la inseguridad de nuestro país.
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