La normalización de lo intolerable
La muerte de Manzo se inscribe en una secuencia macabra que incluye los asesinatos de Homero Gómez, defensor de la mariposa monarca; Bernardo Bravo, líder de un sector de limoneros en Apatzingán; y una lista cada vez más extensa de alcaldes y alcaldesas ejecutados durante la administración de Alfredo Ramírez Bedolla.
Esta acumulación de homicidios no es accidental ni refleja episodios aislados de violencia: evidencia un patrón sistemático de colapso institucional donde las organizaciones criminales disputan territorios, rutas y recursos con mayor efectividad que el propio gobierno.
Lo más preocupante no es solo la frecuencia de estos crímenes, sino la progresiva normalización social y política que los acompaña. Cada asesinato genera un ciclo predecible: condena retórica, promesas de investigación, anuncios de estrategias renovadas y, finalmente, impunidad. La repetición de este patrón ha erosionado la confianza ciudadana y ha enviado un mensaje inequívoco a los grupos criminales: el costo de asesinar autoridades es prácticamente nulo.
Estrategias mediáticas versus resultados reales
El caso de Carlos Manzo ilustra otro problema recurrente en la gestión de seguridad michoacana: la sustitución de estrategias efectivas por ejercicios de comunicación política. Manzo construyó una narrativa pública basada en golpes mediáticos y declaraciones contundentes, pero Uruapan no experimentó mejoras tangibles en sus indicadores de seguridad. Este enfoque, centrado en la proyección de autoridad más que en su ejercicio efectivo, refleja una comprensión superficial del fenómeno criminal.
La experiencia previa de Uruapan con la Policía Federal como fuerza de vigilancia municipal constituye un antecedente revelador. A pesar de la presencia de elementos federales, la ciudad continuó siendo escenario de violencia y extorsión sistemática. Esta intervención fracasó porque respondió a una lógica política de "mostrar presencia" sin atacar las causas estructurales: la infiltración institucional, la corrupción de corporaciones locales, la falta de inteligencia criminal operativa y la ausencia de coordinación efectiva entre niveles de gobierno.
La paradoja de la acción diferenciada
Una pregunta central permanece sin respuesta satisfactoria: ¿por qué el gobierno federal despliega estrategias cualitativamente distintas en Michoacán comparadas con otros estados afectados por la violencia?
Mientras en el Estado de México se implementan operativos coordinados con resultados documentables, Michoacán parece operar bajo una lógica de contención más que de confrontación. Esta diferenciación sugiere cálculos políticos complejos que incluyen posibles acuerdos tácitos, capacidad organizacional de los grupos criminales para generar crisis inmanejables, o simplemente la percepción de que Michoacán es un territorio perdido.
La consolidación de cárteles en la región, particularmente el Cártel Jalisco Nueva Generación y Los Viagras, ha creado economías criminales profundamente arraigadas en sectores como el aguacate, la minería ilegal y el tráfico de drogas sintéticas. Estas organizaciones no solo ejercen violencia: administran territorios, cobran impuestos paralelos y ofrecen servicios de "seguridad" que el Estado no provee. Desmantelar estas estructuras requiere voluntad política sostenida, recursos considerables y, sobre todo, romper con la lógica de administración de la violencia que ha prevalecido.
Causas estructurales y círculos viciosos
La crisis michoacana no se explica únicamente por la fortaleza de los cárteles, sino por la debilidad institucional acumulada durante décadas. La captura de gobiernos municipales por parte del crimen organizado, la desconfianza ciudadana hacia corporaciones policiales infiltradas, la precariedad de los sistemas de justicia locales y la fragmentación política han creado un ecosistema donde la violencia se reproduce orgánicamente.
Además, la economía criminal se ha integrado a dinámicas legales de manera que dificulta su separación. El sector aguacatero, por ejemplo, enfrenta extorsión sistemática, pero también genera flujos financieros que los grupos criminales lavan y reinvierten. Esta simbiosis entre economía legal e ilegal complica cualquier estrategia que no considere alternativas económicas viables para comunidades atrapadas en estas dinámicas.