La trágica noticia de esta semana es el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, quien esgrimía una retórica frontal e impulsaba una política de mano dura contra el crimen organizado en una de las regiones más violentas y con mayor control territorial del crimen organizado en Michoacán. El homicidio del presidente municipal no se puede interpretar como otra cosa que un mensaje del crimen organizado: “Si cruzas ciertas líneas rojas, ciertos límites en la batalla contra los grupos criminales, te matamos”.
Uruapan y el régimen criminal
Narra el periodista Ricardo Raphael que sostuvo una larga conversación con Manzo. Lo que más le impresionó fue el rechazo total del presidente municipal a cualquier tipo de arreglo con los grupos criminales. Para él, la única manera de lidiar con el problema de la delincuencia organizada era mediante un combate frontal, una guerra a muerte. La radicalidad de Manzo en este tema era tanta que ordenó públicamente a la policía municipal abatir a criminales que se resistieran a ser arrestados y amenazó con convocar al pueblo de Uruapan a levantarse en armas “para hacer justicia con propia mano” contra el crimen organizado si el gobierno federal no reforzaba la seguridad en el municipio.
No comparto el discurso de mano dura y guerra frontal de Manzo, pero entiendo su cansancio y el hartazgo de todo el pueblo uruapense al vivir sometidos a las reglas informales del crimen organizado por tantos años. Unas reglas que los obligan a vivir con miedo y sin libertad, a pagar cuotas exorbitantes de “derecho de piso” para realizar cualquier actividad económica y a ser testigos cotidianos de la violencia cometida contra seres queridos y familiares. No es casualidad que el cobarde homicidio del alcalde haya ocasionado tanto dolor e indignación en Uruapan, cuyos ciudadanos veían en Manzo a una figura que encarnaba la indignación y la furia después de tantos años de agravios y de vivir sometidos a los grupos criminales.
Pero en la opinión pública debemos ser cuidadosos al tratar el tema. No podemos cubrir el asesinato de Manzo, una figura vocal, emblemática y querida, como una tragedia aislada. Debemos ampliar la mirada para analizar este tema.
Uruapan no es un caso raro en Michoacán. Otros municipios como Zitácuaro, Aguililla y regiones como Tierra Caliente y las zonas aguacateras y limoneras enfrentan situaciones similares. Tampoco se trata de un fenómeno nuevo. Michoacán ha enfrentado un problema muy grave de violencia, criminalidad y control territorial de grupos delictivos desde hace lustros.
Diversas investigaciones periodísticas han demostrado la presencia constante de exmilitares colombianos utilizados como mercenarios para cuidar los plantíos de aguacate y limón en varias zonas de Michoacán. Asimismo, de acuerdo con reportes de prensa, en Michoacán el crimen organizado ha montado campos de entrenamiento a cargo de exmilitares de México, Guatemala, Estados Unidos y otros países, para que sus miembros se profesionalicen en el uso de la violencia. Por si fuera poco, distintos periodistas han mostrado el alto grado de control criminal del mercado multimillonario del aguacate y el limón en Michoacán, así como de otras actividades económicas locales.
En resumen, la situación de distintas regiones de Michoacán es crítica y se caracteriza por un alto grado de control territorial e influencia política por parte del crimen organizado; la continua y sistemática extracción violenta de las economías locales por parte de distintos grupos delictivos; enfrentamientos cíclicos entre bandas por el control de plazas, rutas y mercados; constantes intervenciones federales fallidas (desde Calderón hasta Sheinbaum, pasando por Peña Nieto y AMLO); y la incapacidad del gobierno estatal para pacificar su territorio.
Por eso, varios municipios michoacanos son ejemplos ilustrativos de lo que mi compañero de páginas Armando Vargas ha denominado régimen criminal. Los regímenes criminales se instalan en territorios donde las organizaciones delincuenciales operan con libertad e impunidad al margen de la norma escrita; dictan las reglas de convivencia social; regulan la mayoría de actividades políticas y económicas; y extraen los recursos de los mercados locales mediante distintas estrategias violentas.
Así, el asesinato de Manzo se puede interpretar como el régimen criminal operando en su máxima capacidad. Ante un funcionario que amenazaba su sostenibilidad y autorreproducción, los agentes del régimen criminal hicieron lo necesario para asegurar el control del territorio y los mercados de Uruapan y, de paso, mandaron un mensaje contra otros líderes locales que quieran seguir los pasos de Manzo.
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Dice la presidenta Sheinbaum que el asesinato de Manzo no quedará impune y que buscarán pacificar Michoacán ampliando su estrategia de aumento de las labores de inteligencia y golpes quirúrgicos contra los grupos delictivos. El problema es que la expansión de los regímenes criminales en México ha ocasionado el entrelazamiento de la esfera política, el mundo criminal y la economía formal.
La política, la delincuencia organizada y la economía legal están entreveradas y sus agentes son interdependientes. Desmantelar estas redes criminales toca demasiados intereses económicos y políticos —como se está viendo con la regulación de las pipas de agua en el Estado de México—, y a veces esos intereses están muy cerca del corazón del partido en el poder —como lo demostraron los casos de La Barredora y el huachicol fiscal—. La inteligencia puede ayudar, pero sin una estrategia plenamente política para lograr arreglos y equilibrios locales alternativos en las zonas pacificadas, los regímenes criminales volverán a extenderse.
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Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.