Las últimas semanas del año suelen marcar una pausa en la vida pública. El ritmo baja, las agendas se vacían y el debate político entra en una suerte de tregua informal. Sin embargo, hay instituciones y principios que no se suspenden con el calendario. Entre ellos, el carácter laico del Estado mexicano y la vigencia cotidiana de nuestra Constitución.
Fiestas de fin de año, laicismo y Constitución
México es un país mayoritariamente católico. Esa realidad histórica y cultural es innegable y forma parte del tejido social. Pero también es un país cada vez más diverso en creencias, convicciones y formas de entender la vida pública: comunidades evangélicas, judías, musulmanas, personas sin adscripción religiosa y una pluralidad de espiritualidades que conviven en el mismo espacio público. Precisamente por esa diversidad, el laicismo es necesario, es una condición indispensable para la convivencia democrática.
El laicismo no es una postura ideológica contra la religión ni una negación de la dimensión cultural de las creencias mayoritarias. Es, ante todo, una regla de neutralidad del poder público. Significa que el Estado no toma partido por ninguna fe, no promueve dogmas y no condiciona derechos a convicciones personales. En términos prácticos, es una garantía de igualdad: todas las personas cuentan lo mismo ante la ley, crean o no crean, practiquen una religión mayoritaria o una minoritaria.
Ese principio está inscrito en el corazón del sistema constitucional mexicano. La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos define un marco de convivencia basado en derechos, libertades y límites al Estado. Su lógica no depende de verdades religiosas ni de consensos morales absolutos, sino de acuerdos civiles construidos para hacer posible la vida en común en una sociedad plural.
En ese entramado institucional, la Suprema Corte de Justicia de la Nación desempeña una función que va más allá de definir la forma de resolver controversias jurídicas. Es la intérprete última de ese pacto constitucional y, por tanto, una pieza clave para preservar la neutralidad del Estado frente a creencias, ideologías y mayorías circunstanciales, incluidas las mayorías religiosas.
A lo largo de los años, la Corte ha pretendido ser el espacio donde se han definido los alcances reales del laicismo. Establece dónde termina la libertad religiosa y dónde comienza la obligación de imparcialidad estatal. Son decisiones que rara vez ocupan titulares festivos, pero que sostienen la arquitectura democrática incluso cuando la atención pública esta en otro lado.
Las fiestas de fin de año ofrecen, en ese sentido, un momento propicio para mirar estas cuestiones con cierta distancia. Mientras la conversación pública se concentra en balances personales o celebraciones privada, con o sin transfondo religioso, las instituciones siguen operando bajo las mismas reglas. La Constitución no entra en receso. Los derechos no se ponen en pausa. Y el Estado no puede, ni debe, relajarse en su deber de neutralidad.
Esto resulta especialmente relevante en contextos de cambio institucional y debate sobre el sistema de justicia. Cuando se discute el papel de los tribunales, su legitimidad o su relación con otros poderes, conviene no perder de vista una función esencial: asegurar que el espacio público permanezca abierto a todas las personas, sin filtros confesionales ni sesgos culturales, sobre todo en sociedades donde existe una religión mayoritaria.
El laicismo cumple también una función preventiva. Evita que las mayorías culturales se traduzcan automáticamente en reglas jurídicas. Protege a las minorías, religiosas o no, y establece un límite claro frente a la tentación de usar al Estado como vehículo de una visión del mundo específica. Esa contención no empobrece la vida pública; la hace más estable y más incluyente.
Cerrar el año desde esta perspectiva implica reconocer que, más allá de tradiciones, celebraciones o creencias profundamente arraigadas, lo que realmente sostiene la convivencia es la vigencia de reglas comunes y laicas. Que el desacuerdo es inevitable, pero debe procesarse dentro de un marco constitucional compartido. En ese sentido, las instituciones como la Suprema Corte son indispensables para que ese marco no se desdibuje con el paso del tiempo, la presión política o el peso de las mayorías.
Tal vez ese sea un tema a reflexionar al llegar el fin del año: en una sociedad plural, incluso cuando existe una religión predominante, el mayor acuerdo no está en lo que creemos, sino en cómo decidimos convivir. En México, ese acuerdo sigue teniendo nombre propio: Constitución, laicidad y justicia constitucional.
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Nota del editor: Carlos Enrique Odriozola Mariscal es abogado y activista en la defensa de los derechos humanos. Presidente del Centro Contra la Discriminación. Redes sociales @ceodriozolam Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.