Desde la época del desafuero , el obradorismo se construyó con la lógica de la fuga hacia delante. López Obrador no era dado a la autocrítica y a corregir el rumbo: si tomaba una decisión errónea, lejos de rectificar, seguía impulsando ese proyecto con recursos políticos, retóricos y monetarios. Además, AMLO defendía a los suyos a muerte: justificaba o negaba cualquier caso de corrupción o tráfico de influencias, y daba largas ante cualquier acusación.
Los escándalos de Adán y la disyuntiva de Sheinbaum

Motivados por el liderazgo de López Obrador y por la creencia de que abrirse a la crítica contra cualquier política o miembro del partido era equivalente a “hacerle el juego a la derecha”, los cuadros de Morena copiaban el ejemplo del expresidente y justificaban todas las decisiones erróneas y los casos de corrupción.
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Siempre he pensado que esta práctica del obradorismo no sólo es condenable éticamente, sino nociva políticamente. Un movimiento que llegó al poder con la promesa de honestidad a toda prueba hubiera ganado más réditos políticos persiguiendo casos de corrupción, como los de Manuel Bartlett e Ignacio Ovalle, que cobijando a estos personajes. Incluso si la persecución de casos era selectiva, el obradorismo se hubiera beneficiado políticamente de procesar estos casos y colocarlos como ejemplos para el resto de la clase política.
Tras el fin del sexenio de AMLO, se abrió un espacio para que la coalición morenista dejara atrás esta nociva práctica. Pero pronto quedó claro que, si acaso, ésta se exacerbaría durante el mandato de Claudia Sheinbaum. La descarada operación para lograr la mayoría calificada en el Senado y aprobar la reforma judicial puso de manifiesto que el partido seguiría tolerando la corrupción, el uso faccioso del aparato de justicia y las alianzas pragmáticas con políticos de oscuro pasado.
Las acusaciones contra el gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha, por presuntos vínculos con el Cártel de Sinaloa y por distintos actos de autoritarismo abrieron una segunda oportunidad para que el partido rompiera con la práctica del respaldo incondicional y la fuga hacia delante. Pero nuevamente la presidenta Sheinbaum y los altos mandos de Morena dejaron ir esta oportunidad, apoyando incondicionalmente a Rocha.
Hoy, a Sheinbaum le ocurre algo raro en política, un campo en donde rara vez hay segundas oportunidades. La presidenta tiene una tercera oportunidad para desmarcarse de la práctica instaurada por su antecesor. Defenestrar a Adán Augusto López, por la presunta colusión del secretario de Seguridad durante su gubernatura en Tabasco con el grupo criminal La Barredora, traería enormes beneficios a la presidenta.
Sheinbaum se quitaría de encima a un coordinador del Senado que fue impuesto por AMLO y que no le responde directamente a ella. Más bien, impulsa su propia agenda, pone trabas a las reformas presidenciales y se conduce de manera despótica y torpe con sus compañeros de bancada y con los legisladores de oposición. ¿No sería mejor para la presidenta contar con un aliado más fiel y hábil en la cabeza del Senado?
Además, Sheinbaum se posicionaría como la líder indiscutible de la coalición morenista. Hasta ahora, distintos cuadros han mostrado su rebeldía ante la presidenta y varios miembros de la coalición gobernante están impulsando sus propios intereses, mientras construyen bases políticas personales. Defenestrar a Adán Augusto proyectaría un mensaje de liderazgo y fuerza desde Palacio Nacional.
Por otro lado, deshacerse de Adán le ayudaría a Sheinbaum a dejar claro lo que es intolerable y tiene consecuencias para el futuro político de quien incurra en estas conductas. Esto, a su vez, contribuiría a la política de seguridad de García Harfuch, quien está intentando cortar las redes de criminalidad que ligan a políticos con grupos delictivos.
Este mensaje de conductas inadmisibles llegaría en un momento sumamente oportuno: los contornos del nuevo régimen se están delineando y es necesario poner límites a las ambiciones de algunos miembros de la coalición morenista que están construyendo acuerdos descarados con grupos criminales o están usando sus cargos públicos para negocios personales.
Finalmente, la defenestración de Adán contribuiría a calmar las exigencias estadounidenses de procesar a políticos con presuntos vínculos criminales. Esta acción no se debe ver como una concesión a Trump, sino como una decisión estratégica para controlar la purificación del sistema político mexicano desde dentro, en vez de que ésta se conduzca desde Washington, lo cual tendría efectos catastróficos para nuestra estabilidad política.
Sin embargo, hay un gran obstáculo: Adán Augusto es un amigo y aliado antiguo de López Obrador. El fin de semana, el Consejo Nacional de Morena mandó la señal de que la amistad con AMLO y la costumbre de la fuga hacia delante pesarán más que todos los beneficios políticos, y la cúpula del partido respaldará a Adán.
Ante ello, ¿se atreverá la presidenta a tomar una decisión valiente y responsable, para así marcar su liderazgo frente a quienes toleran conductas injustificables, o seguirá los pasos de su maestro político y protegerá al amigo de su antecesor? Su decisión no sólo impactará el futuro político de Adán, sino el de Morena y el de todo el país. Veremos si el nuevo régimen se consolida a base de alianzas criminales y complicidad a toda prueba o si se imponen límites éticos y políticos al ejercicio arbitrario del poder.
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Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.