Ambas etapas históricas estuvieron caracterizadas por la inestabilidad política, derivada de las pugnas entre muchos grupos que solo buscaban intereses particulares; sin un liderazgo contundente con visión de país, que permitiera aglutinar y cohesionar a la clase política y a la sociedad.
La sociedad estaba profundamente dividida; más aún, pulverizada entre muchas facciones y segmentos. No fue sino hasta el régimen nacional revolucionario, con el entonces PNR, que se empezó a generar una identidad en la sociedad mexicana, una visión conjunta que acercara a todos.
Lamentablemente, el vacío político que hoy vivimos deriva de cambios sociales que no supieron entender los políticos. Pero también de un mal entendimiento de quienes tanto impulsaron la alternancia una vez que llegaron al poder en el 2000.
A partir de esa primera alternancia, y de la apresurada competencia electoral corrompida por los presidentes subsecuentes y sus grupos, las alternancias en México fueron desdibujando los logros democráticos iniciados a fines de los años 70, y desvirtuando a los actores políticos.
Las prioridades de los tres presidentes previos al actual, encaminadas en los abusos, los excesos, el cinismo y la corrupción, desgajaron la estabilidad del sistema político y de partidos; generando una crisis aún mayor con los afanes retrógradas y autoritarios del actual presidente.
El cambio generacional en la política a lo largo de los primeros 15 años de este siglo, fue un proceso sin orden ni cuidado, que enalteció a una nueva clase política carente de principios, sin vocación de servicio ni ideales, personales o partidistas, que dinamitó la función pública y los partidos políticos.
La principal representación de esta crisis política se vio en los sexenios de Calderón y Peña, con los escándalos más grandes de corrupción y prebendas, y la intensificación de la división y polarización social.
Esas condiciones provocaron un hartazgo y enojo social no visto, al menos, desde las décadas de los 60 y 70. El sentimiento antisistema permitió que un actor mesiánico, que por años había denunciado esas realidades, regresara con una fuerza electoral no vista desde las mejores épocas hegemónicas.
Con un claro discurso social, ausente totalmente en 2018, López Obrador explotó los rencores sociales y los ánimos de venganza derivados de la profunda desigualdad social que tanto impulsaron los dos gobiernos anteriores. Sin embargo, no hizo nada por cambiar esas realidades, al contrario.
Durante estos cinco años de gobierno, no hubo el menor intento por recomponer al sistema político; al contrario, el denominador común ha sido profundizar la crisis. No se crearon cuadros de nivel, no se buscó volver a prestigiar a la política, solo usarla a conveniencia, igual que los de antes.
Desde la oposición, lejos de buscar cómo limpiar su imagen y revertir su profunda deslegitimación, se dedicaron a enraizar aún más todos aquellos vicios que los llevaron a perder estrepitosamente en 2018. Marginaron a los pocos personajes y grupos de nivel, dejando a los peores liderazgos.
Las presidencias de Alito en el PRI y Marko en el PAN fueron vaciando a ambos partidos de lo poco medianamente bueno que quedaba, para imponer a sus cercanos, aquellos que les aseguraran mantener sus intereses individuales. Sin el menor interés por el país.