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#ZonaLibre | Fernandito y mil pesos de indiferencia

La violencia que vivimos no nace de la nada: es hija de la impunidad, la desigualdad y la indiferencia.
vie 15 agosto 2025 06:02 AM
Abogada dice quedar fuera del caso Fernandito en Edomex
Memorial realizado por vecinos de la Colonia San Isidro en homenaje al niño Fernando, quien fue asesinado por tres personas presuntamente por una deuda económica que tenía su madre.

Fernandito tenía cinco años. Vivía con su mamá, Noemí, en la colonia Ejidal El Pino, en Los Reyes La Paz, Estado de México, una zona donde la pobreza se mide en metros de tierra sin pavimento y en carencias que no caben en una estadística. Un día, dos mujeres llegaron a su casa para exigirle a Noemí el pago de una deuda de mil pesos. Ella no tenía el dinero. No era un caso de evasión, sino de carencia: ese día no había para saldar el préstamo, ni para mucho más. La amenaza fue clara y brutal: se llevaron al niño como “garantía” de pago.

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Lo que siguió es la historia de un viacrucis sin estaciones de consuelo. Noemí buscó a su hijo de inmediato. Tocó puertas en agencias del Ministerio Público, explicó lo que había pasado, pidió ayuda, insistió. La respuesta fue un eco vacío: la enviaban de una oficina a otra, sin tomar acciones concretas. Nadie parecía entender la urgencia o quizá nadie quiso entenderla. Las horas se convirtieron en días, y los días en una angustia que crecía sin respuesta.

Pasaron siete días. El 4 de agosto, cuando finalmente hubo una denuncia formal y la policía actuó, el cuerpo de Fernandito fue hallado dentro de un costal en la casa de los presuntos responsables. Estaba maniatado, con los ojos vendados, en avanzado estado de descomposición. El informe forense reveló algo que hiela la sangre: murió por múltiples golpes en la cabeza de martillazos y el rostro, presentaba fracturas, desnutrición y deshidratación. Su cautiverio había sido un suplicio prolongado.

Tres personas, dos mujeres y un hombre, integrantes de la misma familia, fueron detenidas y vinculadas a proceso por desaparición forzada, secuestro y homicidio agravado. La magnitud del crimen, cometido por una deuda tan pequeña, provocó una oleada de indignación nacional. El caso se volvió un espejo incómodo: no sólo reflejaba la violencia criminal, sino también la violencia burocrática, esa que mata en silencio cuando retrasa, minimiza o ignora.

La indignación que dura poco

En las calles, vecinos y familiares llevaron a Fernandito al panteón municipal entre coronas, muñecos y veladoras. En redes sociales, la etiqueta #JusticiaParaFer se multiplicó. Y en las redacciones, plumas distintas coincidieron en señalar que aquí no sólo había un asesinato, sino una cadena de omisiones que permitieron que ocurriera.

Algunos periodistas, a través de sus columnas de opinión, pusieron el dedo en la llaga de la indiferencia social. ¿Cómo es que crímenes así ya no nos detienen el pulso? Señalaron que vivimos tan rodeados de noticias violentas que la indignación se ha vuelto fugaz. Que nos sorprendemos, pero al día siguiente seguimos como si nada. Otros enfocaron la crítica en la pobreza extrema: en colonias como la de Noemí, la vida transcurre sin agua, sin luz estable, sin acceso a salud, y con trabajos precarios que no permiten tener un colchón económico para emergencias mínimas. En ese entorno, una deuda de mil pesos puede convertirse en sentencia de muerte.

Hubo quien destacó la vulnerabilidad de la madre: mujer pobre, con limitaciones para expresarse, invisibilizada por un sistema que escucha mejor a quien habla “bonito” y trae abogado que a quien llega con la voz entrecortada por el miedo. También hubo reflexiones duras sobre la ausencia del padre y la soledad estructural en la que muchas madres crían y defienden a sus hijos sin apoyo alguno.

La enfermedad de la anestesia moral

Más allá del crimen, lo que conmociona es el retrato de país que este caso deja ver. Un país donde la violencia cotidiana no sólo mata cuerpos, sino que enferma el alma colectiva. Donde el abuso se normaliza, la justicia se aplaza, y la desigualdad pone precio miserable y mortal, a la vida de un niño.

La violencia que vivimos no nace de la nada: es hija de la impunidad, la desigualdad y la indiferencia. Cada vez que un delito queda sin castigo, cada vez que la autoridad no escucha, cada vez que la sociedad prefiere no involucrarse, la violencia se vuelve más cómoda y más atrevida. Así, los crímenes que hoy nos horrorizan se convierten, con el tiempo, en parte de la rutina informativa.

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Esa es la enfermedad social más peligrosa: la anestesia moral. Cuando dejamos de sentir, cuando los horrores se vuelven parte del paisaje, la frontera entre lo inaceptable y lo cotidiano se borra. Y si esa línea se pierde, perdemos también la capacidad de defender lo que importa.

La muerte de Fernandito debería dolernos como si fuera nuestro hijo. Debería indignarnos más allá de un par de publicaciones en redes. Debería empujarnos a exigir que el Estado cumpla con su obligación de proteger, que las instituciones actúen con rapidez y empatía, que la justicia deje de ser un lujo reservado para quienes pueden pagarla.

Porque este caso no es un hecho aislado: es un síntoma grave de un país enfermo de violencia, desigualdad y desinterés. Y como toda enfermedad, si no se atiende, avanza. La pregunta es si todavía tenemos fuerza —y voluntad— para curarnos.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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