En su momento, la narrativa de austeridad impulsada por Andrés Manuel López Obrador fue uno de los pilares más eficaces de la llamada Cuarta Transformación (4T). No solo instaló la idea de que el poder debía ejercerse con humildad y “justa medianía”, sino que logró convertir el lujo en un símbolo de corrupción, frivolidad y desconexión con el pueblo.
#ColumnaInvitada | La austeridad a modo… y el costo de la incongruencia

Frases como “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre” o “Al carajo los lujos baratos” no solo marcaron agenda: funcionaron como arma política. El mensaje era claro: quien ostentaba, carecía de principios. Y si el “adversario” no lo hacía, igual podía ser acusado de encubrir riqueza mal habida.
En este mecanismo narrativo se consolidaron dos fenómenos sutiles pero poderosos: la legitimación de la envidia y la romantización de la pobreza. El primero permitió que cualquier señal de prosperidad ajena quedara bajo sospecha y fuera socialmente aceptable juzgarla o denostarla. El segundo convirtió la carencia en un valor político, como si la escasez fuera sinónimo automático de honestidad.
Sin embargo, esas herramientas discursivas se han convertido en un boomerang. Hoy, son cada vez más los casos de legisladores y figuras de la 4T exhibidos por viajes, joyas, ropa de diseñador, eventos VIP y consumos ostentosos que chocan con el discurso fundacional.
Los ejemplos abundan: Ricardo Monreal desayunando en un restaurante de lujo en Madrid; Mario Delgado en un hotel de Lisboa; Andrés Manuel López Beltrán, hijo del expresidente, hospedado en un cinco estrellas en Tokio; Gerardo Fernández Noroña en compras exclusivas en Nueva Orleans; Miguel Ángel Yunes Linares consumiendo champaña de 2,000 euros en Capri; Leticia Valenzuela portando un bolso de 57 mil pesos en un evento partidista; y el caso más reciente y mediático: Diana Karina Barreras y Sergio Gutiérrez Luna, con relojes de lujo, joyas, ropa de diseñador y fiestas VIP.
La reacción oficial, cuando los señalados forman parte de la 4T, suele distar mucho de la aplicada contra opositores. Aparecen defensas inmediatas como “fue con recursos propios” o “es su derecho disfrutar el fruto de su trabajo”, así como justificaciones específicas: aclaraciones de costos “reales”, acusaciones de “campaña de linchamiento político” o “hostigamiento” atribuido a adversarios, e incluso la idea de que todo forma parte de maniobras para desprestigiar. Argumentos que rara vez se conceden a quienes no militan en el movimiento.
El problema no es que funcionarios o dirigentes viajen o compren con su dinero. El problema es que el discurso que durante años convirtió el lujo en un símbolo de corrupción ahora debe convivir con la imagen de sus propios promotores practicando lo que antes condenaban. El resultado: la pérdida de autoridad moral y un relato que se revierte.
Ni la presidenta Claudia Sheinbaum ni la dirigente de Morena, Luisa María Alcalde, han dejado de llamar a la moderación y la austeridad. Pero sus exhortos han quedado como “llamadas a misa”: ignorados en la práctica y sujetos a la buena voluntad de cada quien.
En política, la congruencia no es un valor accesorio: es un activo central. Y cuando el mensaje público se contradice con la conducta privada, el daño trasciende al individuo y alcanza al colectivo que representa.
La austeridad fue presentada como principio ético, no como medida opcional. Convertirla en un arma selectiva —condenando el lujo ajeno y justificando el propio— no solo erosiona la credibilidad de un movimiento político: la expone a que la misma narrativa que lo impulsó sea ahora la que lo desgaste.
Porque, como enseña la historia, ningún discurso sobrevive cuando la realidad lo desmiente… y mucho menos cuando lo hace desde dentro.
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Nota del editor: Carlos A. Ibarra es periodista e integrante del Observatorio de Medios Digitales del Tecnológico de Monterrey , profesor de cátedra en dicha institución y consultor en Comunicación estratégica y Relaciones Públicas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.