Las imágenes, los videos y los relatos de lo que ocurrió esa noche en Ciudad Juárez nos impactan a todos. Nuevamente estamos frente a la tragedia y el dolor ajeno. Por supuesto que hay responsables que deberán pagar las consecuencias; por supuesto que el Estado debe responder. Pero me resulta imposible dejar de pensar en quienes más son responsables.
¿Es un infortunio aislado? Hasta antes del lunes, la respuesta en nuestro país frente al fenómeno migratorio de Centroamérica y Sudamérica era -en el mejor de los casos- la total indiferencia. Desafortunadamente, en la mayoría de la gente persiste una imagen del migrante cargada de racismo, xenofobia y aporofobia, que lo asocia a la delincuencia, a la suciedad y al peligro. Para ellos, los migrantes constituyen una amenaza; son una boca que se alimenta de nuestro pastel. El migrante nos puede quitar empleo, oportunidades, atención estatal, entre otros.
Parece que olvidamos que las personas migrantes no cambian su residencia por gusto; escapan de escenarios de guerra, muerte, delincuencia y abusos. Escapan buscando mejores condiciones para vivir. La movilización humana es la piedra base de las sociedades.
Lo dice muy bien Jorge Drexler en su canción “Movimiento”. “Somos padres, hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes. Es más mío lo que sueño, que lo que toco. Yo no soy de aquí, pero tú tampoco. Somos una especie en viaje; estamos vivos porque estamos en movimiento”.
Migrar es un derecho; la mayoría de las veces un derecho que se ejerce por descarte.
De esto estaban conscientes Bernarda y Rosa aquella mañana del 4 de febrero de 1995 en Amatlán de los Reyes, Veracruz, cuando fueron a conseguir pan y leche para su desayuno. En el camino debían cruzar las vías del tren pero no pudieron pasar porque la máquina estaba en movimiento. Mientras las niñas esperaban, un hombre se asomó por uno de los vagones y les gritó desesperado “¡Madre! ¡Tenemos hambre, regálanos tu pan!”. Las niñas se miraron entre sí y sin pensarlo le arrojaron las bolsas de comida que tenían en sus manos. Al regresar a su casa, estaban temerosas de que su madre, la señora Leonila Vázquez, las reprendiera por regalar el desayuno familiar, pero pasó todo lo contrario (Cuenca Sánchez et al, 2020).
Desde aquel día, la señora Leonila y sus hijas se organizaron para ayudar y preparar “lonches” para saciar el hambre y sed de aquellos viajeros, al menos por un día. Así fundaron “Las Patronas” y han desempeñado incansablemente esta labor desde hace más de 28 años.