El asesinato del alcalde Carlos Manzo en Uruapan no es una sorpresa para quienes conocen la dinámica criminal de Michoacán. Es el síntoma recurrente de un problema estructural que ninguna administración federal ha logrado enfrentar con rigor científico: la gobernanza criminal que sustituye al Estado en amplias zonas del territorio michoacano. La respuesta del gobierno federal, el Plan de Paz y Justicia para Michoacán 2025, replica con asombrosa fidelidad los errores conceptuales y metodológicos de intervenciones anteriores, evidenciando que estamos ante un ejercicio reactivo, improvisado e ideologizado que carece del fundamento analítico necesario para transformar una realidad donde el crimen organizado no es un actor marginal, sino el poder dominante.
Plan Michoacán 2025, la política del déjà vu
El origen del desastre: Calderón, Cárdenas Batel y la militarización improvisada
La historia contemporánea de la violencia en Michoacán tiene un momento fundacional: diciembre de 2006, cuando el entonces gobernador Lázaro Cárdenas Batel solicitó el envío de tropas federales a Felipe Calderón para enfrentar a La Familia Michoacana. Aquel operativo, presentado como el inicio de la "guerra contra el narco", carecía de un diagnóstico de inteligencia sólido, de objetivos mensurables y de un plan de salida. El resultado: la fragmentación de organizaciones criminales en células más violentas y territorializadas, el incremento exponencial de homicidios, y la consolidación de economías ilegales que sustituyeron al Estado en funciones básicas.
El Michoacanazo de 2009, que detuvo a 11 presidentes municipales, evidenció la profundidad de la infiltración criminal, pero no generó una estrategia de reconstrucción institucional. Calderón militarizó sin desarticular redes de protección; combatió sin ofrecer alternativas económicas; y abandonó el territorio sin haber recuperado el monopolio legítimo de la violencia. Diecinueve años después, Michoacán sigue siendo rehén de las consecuencias de aquella intervención sin diagnóstico ni prospectiva.
Déjà vu: 2015 y 2025, la misma retórica preventiva frente a la misma realidad criminal
El Plan Michoacán presentado por Enrique Peña Nieto en 2014-2015 constituye el espejo más preciso del anuncio actual. Entonces se habló de "prevención del delito", "reconstrucción del tejido social", "desarrollo económico con justicia" y "fortalecimiento institucional".
Se creó la Comisión para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, se desplegaron fuerzas federales y se anunciaron zonas económicas especiales.
Los resultados son conocidos: entre 2015 y 2018, el número de policías por cada mil habitantes en Michoacán cayó de 2.9 a 2.1; los homicidios dolosos se incrementaron dramáticamente con el ingreso del Cártel Jalisco Nueva Generación y la conformación de Cárteles Unidos; y municipios como Uruapan, Apatzingán y Aguililla consolidaron su posición como territorios de gobernanza criminal.
El plan de Peña Nieto fracasó porque privilegió la retórica de la prevención sobre la necesidad operativa de extirpar las estructuras criminales enquistadas en el poder local. Hoy, el Plan 2025 reproduce la misma arquitectura discursiva: tres ejes (seguridad y justicia, desarrollo económico, educación y cultura), reforzamiento de fuerzas federales, mesas de seguridad y participación comunitaria. La diferencia es apenas semántica; la estructura conceptual es idéntica.
La imposibilidad técnica: seguridad sin desarticulación del poder criminal
La principal falla estructural del Plan 2025 es su incapacidad para reconocer que en Michoacán no existe un vacío de poder que el Estado pueda ocupar mediante presencia policial y programas sociales. Existe un poder constituido: organizaciones criminales que cobran impuestos, regulan mercados, imparten justicia paralela, controlan rutas y territorios, y cooptan o ejecutan a autoridades que no se subordinan a su lógica. En este contexto, implementar "mesas de seguridad quincenales" o "sistemas de alerta para alcaldes" es como intentar regular el tráfico vehicular en medio de una guerra. No hay condiciones mínimas de gobernabilidad para que las políticas públicas funcionen.
Antes de hablar de desarrollo económico, es necesario recuperar el control territorial mediante operativos de inteligencia que identifiquen, desarticulen y enjuicien a las estructuras criminales y sus redes de protección política. Esto implica no solo presencia de Guardia Nacional, sino operaciones coordinadas de inteligencia financiera, ministerial y militar con objetivos específicos de desmantelamiento.
Sin esta fase previa, cualquier programa social se convierte en recurso capturable por las mismas estructuras que generan la violencia.
Contención de crisis, no intervención estatal: los límites del cortoplacismo
El Plan 2025 no es una intervención estatal integral, sino una respuesta de contención política ante la presión mediática generada por el asesinato de Carlos Manzo. Su naturaleza reactiva se evidencia en la ausencia de un diagnóstico público de inteligencia, en la falta de indicadores de impacto medibles, en la inexistencia de un cronograma específico de acciones por región, y en la omisión de protocolos de coordinación interinstitucional.
Se anuncia "reforzamiento de fuerzas federales", pero no se especifica cuántos elementos, con qué mandato operativo, en qué zonas prioritarias, bajo qué esquema de comando unificado. Se habla de "fiscalía especializada", pero no se detalla su autonomía, presupuesto, capacidades técnicas ni mecanismos de blindaje ante la infiltración.
Se prometen "polos de desarrollo económico", pero no se identifica cómo proteger a empresarios y jornaleros de la extorsión sistemática. Una intervención estatal verdadera requiere un compromiso presupuestal plurianual, un aparato institucional diseñado específicamente para Michoacán, y una estrategia de salida que contemple la transición de la presencia federal a instituciones locales fortalecidas. El Plan 2025 carece de todo esto.
La falacia de la simultaneidad: desarrollo social versus seguridad
El segundo eje del plan —desarrollo económico con justicia— revela una confusión conceptual fundamental: la creencia de que es posible implementar políticas sociales en territorios sin Estado de derecho. Los programas de apoyo a jornaleros agrícolas, inversión en infraestructura rural y creación de empleo son herramientas pertinentes de política pública, pero operan bajo el supuesto de que existe un Estado capaz de regular mercados, proteger derechos laborales y garantizar que los recursos no sean capturados por poderes fácticos. En Michoacán, este supuesto es falso.
Los productores de aguacate y limón ya pagan "impuestos" al crimen organizado; los jornaleros están sometidos a sistemas de control territorial; y cualquier inversión en infraestructura requiere negociación con grupos armados. Pretender que becas de transporte, centros deportivos y festivales culturales transformarán la dinámica de violencia sin haber desmantelado las estructuras de extorsión es ingenuidad o simulación.
La política social y la política de seguridad no son incompatibles a largo plazo, pero sí son secuenciales: primero se recupera el monopolio legítimo de la fuerza; después se reconstruye el tejido social. Invertir el orden es desperdiciar recursos en programas condenados a ser irrelevantes o cooptados.
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Mesas sin operativos: la institucionalización del fracaso
La sexta columna vertebral del plan —mesas de seguridad quincenales y coordinación institucional— representa la institucionalización de la inacción. Las mesas de seguridad se han celebrado ininterrumpidamente durante dos décadas en Michoacán, bajo todas las administraciones, sin alterar la correlación de fuerzas entre Estado y crimen organizado. ¿Por qué habrían de funcionar ahora? Porque se reunirán cada quince días en lugar de cada mes. La evidencia internacional sobre reducción de violencia es contundente: las mesas de coordinación son útiles cuando acompañan operativos de inteligencia con objetivos de desarticulación criminal.
Solas, son rituales burocráticos que producen diagnósticos sin consecuencias operativas. Lo que Michoacán necesita no son más reuniones, sino cadenas de mando claras, protocolos de inteligencia compartida, capacidades técnicas forenses, protección efectiva de testigos y funcionarios, y una estrategia de litigación que lleve a los operadores del crimen organizado y sus protectores políticos ante la justicia. Nada de esto se menciona en el Plan 2025, que prefiere la simulación de la coordinación interinstitucional a la incomodidad de reconocer que el problema requiere acciones de Estado que trasciendan el discurso de la paz.
Conclusión: la ideología como sustituto del análisis científico
El Plan de Paz y Justicia para Michoacán 2025 no es producto de un análisis riguroso de la economía política del crimen organizado en el estado, ni de una evaluación honesta de los fracasos de intervenciones anteriores, ni de un diagnóstico de inteligencia sobre las capacidades estatales disponibles. Es, fundamentalmente, un documento ideológico que privilegia la narrativa de la "construcción de paz desde abajo" sobre el reconocimiento empírico de que en Michoacán el Estado ha sido sustituido por poderes criminales en vastas extensiones del territorio.
Esta negación de la realidad no es inocente: permite eludir las decisiones políticamente costosas que requiere una intervención efectiva, desde operativos militares quirúrgicos hasta la remoción de funcionarios cooptados, pasando por la inversión presupuestal sostenida en capacidades de inteligencia e investigación. El resultado será, previsiblemente, el mismo de 2006 y 2015: despliegue temporal de fuerzas federales, anuncios de programas sociales que no modifican las estructuras de poder, repliegue del Estado cuando la presión mediática disminuya, y consolidación de la gobernanza criminal. Michoacán merece mejor: merece una estrategia con diagnóstico científico, objetivos medibles, secuencia operativa y compromiso presupuestal plurianual.
Hasta que una administración federal tenga el valor político de diseñarla e implementarla, los alcaldes seguirán siendo asesinados y los planes seguirán siendo réplicas de fracasos anteriores.
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Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.