Este diseño institucional, heredero de un modelo verticalista, impide que la proximidad policial y la inteligencia territorial funcionen con eficacia. Las alcaldías —más cercanas a la ciudadanía y con mejor conocimiento del territorio— dependen de una estructura central que prioriza el control administrativo por encima de la adaptación local. El resultado es una policía reactiva, desconectada y, en muchos casos, sin legitimidad social.
Limitaciones estructurales y operativas
El problema no radica solo en la gestión operativa, sino en el diseño político. La falta de autonomía real de las alcaldías en materia de seguridad produce una doble irresponsabilidad: la del gobierno central que monopoliza el control, y la de los gobiernos locales que se excusan en su falta de facultades. Ninguno puede ser plenamente exigido porque el marco jurídico diluye las obligaciones.
En la práctica, las alcaldías dependen de la voluntad política de la SSC para desplegar patrullas, implementar operativos o instalar cámaras de videovigilancia. Mientras tanto, los cuerpos auxiliares y bancarios son utilizados como sustitutos en tareas de proximidad, sin la debida certificación, capacitación ni control de confianza. Esa práctica, sostenida por años, ha normalizado una precarización institucional que debilita la autoridad del Estado ante la ciudadanía.
El vacío de coordinación institucional
La relación entre la SSC, la Fiscalía General de Justicia, la Guardia Nacional y las alcaldías se asemeja a una telaraña sin centro. Los protocolos de cooperación son más declarativos que funcionales. No existe una cadena de mando claramente definida para la gestión de crisis ni una arquitectura de información que garantice la interoperabilidad de los sistemas locales y federales.
Pero detrás de esa descoordinación técnica se esconde una raíz política: las alcaldías no son reconocidas como verdaderas autoridades en materia de seguridad pública. Se les exige rendición de cuentas, pero no se les confieren instrumentos legales para ejercer mando ni presupuesto etiquetado para profesionalizar cuadros. Esta contradicción institucional genera una simulación operativa que erosiona la confianza ciudadana y fragmenta la autoridad.
Reforma política: descentralizar con responsabilidad
Superar este modelo exige algo más que ajustes administrativos. Requiere una reforma política integral que reconozca a las alcaldías como entidades corresponsables de la seguridad pública, dotándolas de derechos, obligaciones y capacidades claramente delimitadas.
Dicha reforma debería establecer, en la Constitución local y en la Ley del Sistema de Seguridad Ciudadana, un nuevo esquema de gobernanza metropolitana basado en tres principios: autonomía operativa local, estandarización de la profesionalización y rendición de cuentas compartida.
1) Autonomía operativa local: las alcaldías deben poder diseñar e implementar estrategias de seguridad acordes a sus contextos territoriales, con mando operativo sobre unidades de proximidad y policía preventiva asignada a su demarcación.
2) Estandarización profesional: la certificación, control de confianza y formación policial deben permanecer centralizados en un organismo técnico autónomo —el Instituto de Profesionalización y Ética Policial de la Ciudad de México— que garantice estándares homogéneos en toda la capital.
3) Rendición de cuentas compartida: los alcaldes deben asumir responsabilidad directa sobre los resultados de seguridad en su territorio, con indicadores públicos y evaluación anual ante el Congreso local y la ciudadanía.
Viabilidad y beneficios del nuevo modelo
Esta reforma no busca fragmentar el mando, sino reordenar las competencias para equilibrar poder y responsabilidad. La descentralización con controles cruzados permitiría crear un sistema más eficiente y legítimo. Las alcaldías tendrían capacidad para coordinar acciones preventivas, atender conflictos comunitarios y canalizar denuncias, mientras la SSC mantendría el control táctico de las unidades de respuesta inmediata, inteligencia metropolitana y coordinación con la federación.
La redistribución de facultades también fomentaría la innovación local: programas de prevención social, mediación comunitaria y uso de tecnología aplicada al análisis delictivo podrían diseñarse según las necesidades de cada territorio. Con ello, la política de seguridad dejaría de ser uniforme y se convertiría en una política pública de precisión.
Riesgos de mantener la centralización actual
La continuidad del modelo vigente implica la persistencia de una burocracia policial insensible al territorio. El monopolio del mando no solo limita la eficacia operativa, sino que anula la responsabilidad política de los gobiernos locales. Mientras las alcaldías no tengan atribuciones plenas, seguirán siendo un eslabón débil en la cadena de seguridad, atrapadas entre la demanda ciudadana y la indiferencia institucional.
Además, mantener policías auxiliares y bancarios en labores de proximidad sin la debida certificación agrava el riesgo de corrupción, abuso de autoridad y pérdida de confianza social. La seguridad no puede seguir delegándose a personal subcontratado ni sosteniéndose sobre modelos obsoletos de control jerárquico.