López Obrador quiso que su sucesora fuera Claudia Sheinbaum, pero también quiso que la suya fuera una presidencia débil . Le marcó el paso durante la campaña, no le dio entrada en la designación de las candidaturas ni de la nueva dirigencia del partido, le impuso su agenda de reformas, puso a sus rivales como coordinadores de las bancadas de Morena en el Congreso, la obligó a negociar los nombramientos de su gabinete, le heredó unas finanzas públicas muy endebles (lo veremos en el próximo presupuesto) y unas Fuerzas Armadas muy empoderadas (lo vimos con la renovación de Rosario Piedra al frente de la CNDH), etcétera. En el flanco de la política interna, el saldo de la sucesión es evidente: la presidenta gobierna pero no manda; su coalición tiene mucho poder, aunque ese poder no es propiamente suyo. Pero, ¿y en el flanco de la política exterior?
El “segundo piso” y el segundo Trump
Postulo que el saldo de la sucesión presidencial en el flanco externo es también una presidenta débil, desprovista y vulnerable, pero ya no respecto a López Obrador sino a Donald Trump. ¿Por qué?
De entrada, por la falta de equipo. Sheinbaum no ha hecho ningún nombramiento diplomático importante (¿por falta de interés, de personal, de recursos?), empezando por el de la embajada en Estados Unidos, que para efectos prácticos es como si estuviera vacante. Entre sus cercanos, además, no hay nadie que tenga interlocución con el círculo del próximo presidente de Estados Unidos, mismo que se maneja más por los vínculos personales que por los canales institucionales. Y Marcelo Ebrard, a pesar de su experiencia, está doblemente mal posicionado para desempeñar ese papel: por un lado, por el desgaste de su relación con la órbita trumpista (basta recordar la exhibida que le dio Pompeo en sus memorias y la controversia que se generó por unos comentarios de Trump hace apenas tres meses en un acto de campaña); y, por el otro lado, porque hacerle ese encargo sería relegar al canciller De la Fuente (quien de por sí no ha lucido por su protagonismo) y fortalecer a quien, aunque sea miembro de su gabinete, no deja de ser un viejo rival de Sheinbaum.
Después, por las potenciales violaciones al T-MEC que podría estar cometiendo el gobierno mexicano en materia agrícola, energética y laboral, así como con la reforma judicial o la desaparición de órganos autónomos. Muchas de esas políticas y reformas se han pensado con una lógica estrictamente interna, sin contemplar o desdeñando sus posibles impactos sobre el acuerdo comercial. Pero en Washington no han dejado de tomar nota. Con Trump en la Casa Blanca, y la revisión del tratado agendada para 2026, todos esos temas se convertirán en muy eficaces municiones para Estados Unidos que le elevarán el costo de la negociación a México. Por lo pronto, el miércoles pasado Ebrard ya anticipó que el fallo del panel de controversias sobre el maíz transgénico, que se anunciará oficialmente en diciembre, será adverso para nuestro país.
Finalmente, por la cuestión de la seguridad y el fentanilo, un punto de presión particularmente crítico y con respecto al cual el gobierno mexicano tendrá poco margen de maniobra. La política de “pacificación” a través de “abrazos no balazos” no es bien vista en Estados Unidos, no sólo por sus pobres resultados sino porque implica una falta de compromiso para enfrentar al crimen organizado que allá se lee como una forma de capitulación y/o complicidad. Los estadounidenses, además, tienen mucha información sobre el mundo de la criminalidad y sus vínculos con la clase política en México. Por si fuera poco, los nombramientos que ha hecho Trump de su gabinete en materia fronteriza y de seguridad no dejan lugar a dudas: viene un fuerte apretón que Sheinbaum tendrá que gestionar bajo el riesgo de que los estadounidenses estén dispuestos a actuar –como ya hicieron con el Chapito y el Mayo Zambada–, unilateralmente.
En suma, el “segundo piso de la transformación” luce muy endeble frente a la segunda presidencia de Donald Trump.
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