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AMLO quiere a Claudia, pero la quiere débil

Una sucesora fuerte podría caer en lo que AMLO alguna vez llamó “la arrogancia de sentirse libre”. No quiere eso, quiere una que siga sus pasos. Por eso se ha dedicado, insistentemente, a marcárselos.
mar 16 abril 2024 06:09 AM
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AMLO no quiere una sucesora que pueda decidir con autonomía y, en dado caso, corregir lo que haya que corregir (que no es poco); quiere una sin ideas propias, que no deje de rendirle culto y nunca se desvíe de la ruta que él ha trazado y, seguramente, seguirá trazando, apunta Carlos Bravo Regidor.

Postulo la siguiente hipótesis: López Obrador quiere que la próxima presidenta sea Claudia Sheinbaum; pero también quiere que la suya sea una presidencia débil. No es una contradicción absurda, es una consecuencia lógica del tipo de liderazgo que él ejerce y de la naturaleza del movimiento que encabeza.

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Quiere que sea la próxima presidenta por al menos tres motivos. Primero, porque quiere que la banda presidencial quede “en familia”, que su sucesora pertenezca no solo a su partido sino también a su mismo grupo. ¿Para qué? Para seguir teniendo influencia y que le cuide las espaldas. Segundo, porque su victoria representaría una validación de su sexenio. En el sentido de que el sufragio siempre es un veredicto electoral, a favor o en contra del gobierno en turno, votar por la candidata Claudia Sheinbaum es premiar al presidente López Obrador. Y tercero, porque él no quiere que en su lugar quede alguien que pueda hacerle sombra. Quiere alguien, más bien, que no tenga una base de poder propia, que esté en deuda con él y no tenga su arraigo ni su carisma. Claudia Sheinbaum cumple de sobra con esas tres condiciones: toda su carrera pública ha estado vinculada a la figura tutelar de López Obrador, ella representa su continuidad (el “segundo piso de la transformación”) y ha demostrado que, lejos de hacerle sombra, se ubica explícitamente dentro de la estela que deja él.

Pero también quiere que la suya sea una presidencia débil. Porque una sucesora fuerte podría caer en lo que él mismo alguna vez llamó “la arrogancia de sentirse libre”. Y él quiere una que siga sus pasos y por eso se ha dedicado, muy explícitamente, a marcárselos. Desde mediados del sexenio, cuando dio un muy anticipado banderazo de salida a la sucesión presidencial haciendo ver que ella era su preferida. Luego, durante el proceso interno para escoger la candidatura en Morena: él puso los plazos, los términos y estableció cómo se repartirían posiciones quienes no ganaran. Ya que ella ganó, él improvisó una ceremonia para entregarle el “bastón de mando” (un símbolo de poder, según explicó el historiador Alfredo Ávila , que en sus orígenes coloniales representaba “la autoridad que era conferida por un superior […] la reafirmación de un pacto de vasallaje”). Y ahora, ya en campaña, le impide llevar mano en la definición de candidaturas, le impone su agenda legislativa, la regaña porque no lo defendió en el debate… López Obrador no quiere una sucesora que pueda decidir con autonomía y, en dado caso, corregir lo que haya que corregir (que no es poco); quiere una sin ideas propias, que no deje de rendirle culto y nunca se desvíe de la ruta que él ha trazado y, seguramente, seguirá trazando.

¿Por qué digo que esto es una consecuencia lógica de su tipo de liderazgo y de la naturaleza de su movimiento? Por un lado, porque López Obrador es un político populista que ha sabido representarse como la encarnación del pueblo y esa cualidad, a un tiempo personalista y plebiscitaria, no puede compartirla ni heredarla, es solo suya e intransferible. Por el otro lado, porque su movimiento está aglutinado en torno a él (el pueblo populista es uno, decía Ernesto Laclau, en el nombre y el rostro del líder), y por mucho que Claudia Sheinbaum pudiera ganar la presidencia de la República, eso no significa que ella tenga cómo convertirse en el pegamento que mantiene unida a su coalición. La más probable, de hecho, es que siga siendo él: que los grupos o facciones que tengan desacuerdos con Sheinbaum lo invoquen, lo busquen o lo utilicen a él, para que intervenga, para que los legitime, para que gestione el conflicto interno cuya existencia ella niega (“Morena no está dividido en fuerzas, es un solo movimiento”, le dijo tras derrotarlo a Marcelo Ebrard) pero que sin duda existe y necesita, de un modo u otro, ser gestionado.

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López Obrador declara una y otra vez que se va, que no desea “ser líder moral ni hombre fuerte, mucho menos cacique” , que ya les tocará a otros seguir su obra. Sus acciones, no obstante, indican lo contrario: él sigue haciendo política como si su sexenio no se fuera a acabar, incluso como si el eventual triunfo de Claudia Sheinbaum fuera su reelección por interpósita persona. ¿Cuántas veces dijo, entre el 2000 y el 2018, “denme por muerto”? Y aquí estamos…

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor. Síguelo en la red X como @carlosbravoreg

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