Un argumento de los impulsores de la reforma judicial para elegir a los ministros por voto popular es que la refundación del Poder Judicial serviría para cortar los vínculos entre el poder político y el económico, así como para evitar que las élites económicas utilicen la defensa de sus derechos humanos como artilugio jurídico para ganar juicios y conseguir suspensiones de acciones de gobierno o leyes que mermen sus negocios o vayan en contra de sus intereses oligárquicos.
Argumentos tramposos a favor de la reforma judicial
De acuerdo con los defensores de la causa judicial oficialista, la reforma constitucional de 2011 en materia de derechos humanos y la sucesiva reforma a la Ley de Amparo han servido a las élites económicas para evitar que el gobierno avance causas progresistas. Este argumento me parece errado, incluso tramposo, aunque tiene una parte de verdad.
Esa parte de verdad es que, en efecto, grupos empresariales han utilizado el amparo como herramienta jurídica para defender sus intereses de negocios mediante una argumentación basada en la defensa de derechos humanos. Asimismo, es cierto que acceder a un amparo es costoso e inaccesible para las clases populares, pero lo es por los honorarios de los abogados que lo tramitan, no por un monto que cobre el Poder Judicial al darle revisión.
Reconociendo esa parte de verdad, me interesa refutar el corazón de ese argumento: “la reforma de 2011 no ha servido para proteger los derechos humanos de las mayorías ni de grupos vulnerables; tan sólo ha sido útil para las minorías oligárquicas”. Esto es falso.
Además de muchos otros cambios importantes en favor de los derechos humanos, la reforma de 2011 introdujo dos nuevas figuras al orden jurídico mexicano: el principio propersona y el control difuso. Estas figuras están relacionadas con el reconocimiento de los tratados internacionales en materia de derechos humanos al mismo nivel que la Constitución, pues implican que, en sus sentencias, los jueces (de todo orden y de toda jerarquía) interpretarán y aplicarán las normas constitucionales, los convenios internacionales e incluso la jurisprudencia nacional e internacional como un cuerpo jurídico armonizado, siempre buscando proteger los derechos humanos de los implicados de la manera más amplia posible.
En este tenor, como asevera Ximena Medellín, la importancia de la reforma radica en que “colocó en el centro de la actuación del Estado mexicano la protección y garantía de los derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales ratificados por éste. Por ello, se trató de una reforma que impactó de manera sustantiva en la labor de todas las autoridades del país”.
La aplicación de la reforma constitucional de 2011 ha dejado mucho que desear, pero es innegable que gracias a ella México cuenta con uno de los poderes judiciales más progresistas de toda América Latina (a nivel federal, no local).
Los partidarios de la reforma judicial propuesta por López Obrador y Claudia Sheinbaum parecen olvidar que derechos progresistas, como la libre interrupción del embarazo, el libre desarrollo de la personalidad, el reconocimiento de las familias no tradicionales, la protección a niños, niñas y mujeres contra deudores alimentarios o violencia doméstica y muchos otros más, han avanzado, en gran medida, gracias al Poder Judicial, no por obra del Poder Legislativo, mucho menos del Ejecutivo. Lo mismo ha ocurrido con derechos relacionados con pueblos indígenas y protección al medio ambiente.
De hecho, se puede decir que, en temas sociales, culturales y ambientales, el Poder Judicial es el más progresista de los tres poderes de la Unión. El Congreso y el Poder Ejecutivo han mostrado posiciones mucho más conservadoras en estos temas.
Es deseable que se coloquen trabas contra el abuso por parte de las élites económicas de los argumentos de derechos humanos para defender sus intereses, pero la reforma propuesta por el oficialismo no ofrece ninguna solución al respecto. También sería positivo robustecer las defensorías de oficio para que las personas vulnerables y las clases populares puedan acceder a servicios jurídicos y cuenten con abogados dignos y preparados, pero la reforma propuesta por el oficialismo tampoco ofrece soluciones en este rubro.
En resumen, como bien dijo Daniel Torres Checa : hay “una desconexión entre el diagnóstico del Poder Judicial y la solución que se plantea. Ninguno de los problemas que se señalan (rezago, costos, lejanía, politización) se resuelven si el juez es votado”. Y el argumento de la reforma de 2011 en materia de derechos humanos como ariete de las élites es una trampa más para impulsar una reforma judicial que serviría de poco para solucionar los muchos y graves problemas del Poder Judicial.
Hace falta una reforma judicial, pero para tener un Poder Judicial más progresista y más cercano a las clases populares y los grupos vulnerables, habría que ampliar los alcances de la reforma de 2011, no abolirla, y habría que meterse a aspectos que el oficialismo ha ignorado convenientemente, como la defensoría de oficio, las fiscalías y, sobre todo, la justicia a nivel local, que es donde están los principales problemas del Poder Judicial.
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Nota del editor: Jacques Coste ( @jacquescoste94 ) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.