El modus operandi de la banda era sencillo. Robaban vehículos y el sargento decidía qué autos devolver para ganarse el favor de la policía capitalina por su supuesta efectividad, mientras que vendía otros tantos en el mercado negro.
La anécdota sirve para ilustrar que, en México, las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad siempre han sido difusas y porosas. Por eso, es erróneo pensar el crimen en México desde una perspectiva de policías y ladrones. En realidad, hay una relación fluida entre lo legal y lo ilegal: los policías a veces también son ladrones o, más complejo aún, algunos policías ayudan a ciertos criminales, mientras menoscaban a otros.
Uso la palabra “policía” para hablar de cualquier agente del Estado: en este caso policías, pero bien podrían ser militares, caciques políticos, gobernadores, presidentes municipales, fiscales y un larguísimo etcétera.
Por ejemplo, el historiador Thomas Rath sostiene que, contrario a la creencia popular de que el PRI desmilitarizó la política en la posrevolución, las Fuerzas Armadas desempeñaban una función política central en el régimen priista: fungían como intermediarios entre el gobierno federal y los poderes regionales. Uno de los mecanismos que los militares utilizaban con estos fines era vender protección a particulares que realizaban negocios irregulares, a cambio de compartir una porción de sus ganancias. Eso contribuía a la estabilidad política, la gobernabilidad, la contención de la violencia y el control territorial del Estado.
Del mismo modo, la investigación del historiador Benjamin T. Smith demuestra que la protección de distintas autoridades, federales y locales, fue clave para la operación de las bandas del narcotráfico en México durante todo el siglo XX. Uno podría argumentar que había un altísimo grado de impunidad y contubernio entre las autoridades y los grupos criminales, pero sería igualmente válido argüir que —en términos relativos— había mayor paz y estabilidad que hoy.
Hace un par de años, conversé con un alto funcionario de seguridad federal, quien comentó que una de las claves de muchas de las regiones más pacíficas del país es que la policía “regentea” el delito. ¿Qué es regentear el delito? Precisamente lo que hizo el oficial de la anécdota de Silva Herzog: contribuir a la contención del delito mediante la colaboración entre autoridades y criminales, la cual puede ocurrir en grado de contubernio, involucramiento directo, omisión, ayuda a deshacerse de grupos rivales, entre otros mecanismos.
Extraigo la misma conclusión de conversaciones con periodistas, analistas, empresarios, políticos y otras personas de Coahuila. El famoso modelo de seguridad de Rubén Moreira y Miguel Riquelme, que tanto han presumido, no es otra cosa que un pacto del gobierno estatal con un grupo criminal hegemónico, mientras se combate a otra organización delictiva más violenta y menos confiable. Es, a fin de cuentas, ensuciarse las manos y hacer política.