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Pensar el crimen organizado desde otro lugar

En México, las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad siempre han sido difusas y porosas. Por eso, es erróneo pensar el crimen en México desde una perspectiva de policías y ladrones.
mié 31 enero 2024 06:05 AM
Pensar el crimen organizado desde otro lugar
En México hay una relación fluida entre lo legal y lo ilegal: los policías a veces también son ladrones o, más complejo aún, algunos policías ayudan a ciertos criminales, mientras menoscaban a otros, apunta Jacques Coste.

En sus memorias, Jesús Silva Herzog narra un episodio simpático, pero muy ilustrativo para pensar el crimen en México. En los años 40 fue víctima de robo. Una banda de ladrones se llevó su automóvil nuevo, estacionado fuera de su casa. Sin dudarlo, don Jesús denunció el delito y movió sus influencias políticas para que la policía capitalina atendiera el asunto de manera prioritaria.

Rápidamente, los oficiales dieron con el vehículo y se lo devolvieron intacto a su dueño. No obstante, a los pocos días, Silva Herzog leyó en el periódico que el sargento de la policía, encargado de resolver los casos de robo de automóvil, había sido arrestado por liderar una banda de…robo de vehículos.

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El modus operandi de la banda era sencillo. Robaban vehículos y el sargento decidía qué autos devolver para ganarse el favor de la policía capitalina por su supuesta efectividad, mientras que vendía otros tantos en el mercado negro.

La anécdota sirve para ilustrar que, en México, las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad siempre han sido difusas y porosas. Por eso, es erróneo pensar el crimen en México desde una perspectiva de policías y ladrones. En realidad, hay una relación fluida entre lo legal y lo ilegal: los policías a veces también son ladrones o, más complejo aún, algunos policías ayudan a ciertos criminales, mientras menoscaban a otros.

Uso la palabra “policía” para hablar de cualquier agente del Estado: en este caso policías, pero bien podrían ser militares, caciques políticos, gobernadores, presidentes municipales, fiscales y un larguísimo etcétera.

Por ejemplo, el historiador Thomas Rath sostiene que, contrario a la creencia popular de que el PRI desmilitarizó la política en la posrevolución, las Fuerzas Armadas desempeñaban una función política central en el régimen priista: fungían como intermediarios entre el gobierno federal y los poderes regionales. Uno de los mecanismos que los militares utilizaban con estos fines era vender protección a particulares que realizaban negocios irregulares, a cambio de compartir una porción de sus ganancias. Eso contribuía a la estabilidad política, la gobernabilidad, la contención de la violencia y el control territorial del Estado.

Del mismo modo, la investigación del historiador Benjamin T. Smith demuestra que la protección de distintas autoridades, federales y locales, fue clave para la operación de las bandas del narcotráfico en México durante todo el siglo XX. Uno podría argumentar que había un altísimo grado de impunidad y contubernio entre las autoridades y los grupos criminales, pero sería igualmente válido argüir que —en términos relativos— había mayor paz y estabilidad que hoy.

Hace un par de años, conversé con un alto funcionario de seguridad federal, quien comentó que una de las claves de muchas de las regiones más pacíficas del país es que la policía “regentea” el delito. ¿Qué es regentear el delito? Precisamente lo que hizo el oficial de la anécdota de Silva Herzog: contribuir a la contención del delito mediante la colaboración entre autoridades y criminales, la cual puede ocurrir en grado de contubernio, involucramiento directo, omisión, ayuda a deshacerse de grupos rivales, entre otros mecanismos.

Extraigo la misma conclusión de conversaciones con periodistas, analistas, empresarios, políticos y otras personas de Coahuila. El famoso modelo de seguridad de Rubén Moreira y Miguel Riquelme, que tanto han presumido, no es otra cosa que un pacto del gobierno estatal con un grupo criminal hegemónico, mientras se combate a otra organización delictiva más violenta y menos confiable. Es, a fin de cuentas, ensuciarse las manos y hacer política.

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Por supuesto, Moreira y Riquelme jamás lo admitirán en voz alta, pero toda persona bien informada de Coahuila sabe de lo que hablo. Sin embargo, ese estado no es un caso único. Por el contrario, la clave de la reducción de la violencia en varias regiones del país ha sido ésa: la construcción de mecanismos de mediación y acuerdos entre las autoridades y los grupos criminales, a fin de contener el delito, pero no eliminarlo.

Todas estas políticas tienen en común que no parten de una lógica de policías y ladrones, o de Estado de derecho sin cortapisas. Más bien, parten del reconocimiento de que hay una relación fluida entre lo legal y lo ilegal. Parten, también, del reconocimiento de que en nuestra historia —reciente y no tanto— lo único que ha funcionado para contener la violencia y mantenerla en niveles aceptables son los acuerdos políticos locales.

No obstante, nos negamos a reconocer esta dura pero inapelable realidad. Desde Felipe Calderón hasta hoy, la mayoría de medios de comunicación y la clase política están sumergidos en un discurso de policías, ladrones y Estado de derecho. Mientras ellos siguen en esa tónica, el crimen organizado se apodera de tajadas más y más grandes del territorio.

¿Y si de una vez admitimos que la solución a nuestro problema de violencia y crimen organizado pasa por hacer política y no sólo tirar balazos? Es momento de romper el secreto a voces, quitarnos los tabús y discutir con seriedad y realismo.

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Nota del editor: Jacques Coste (@jacquescoste94) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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