En política el enojo es una emoción no solo poderosa sino que, además, empodera. Un liderazgo o un movimiento basados en el enojado no necesitan debatir, no necesitan argüir razones ni apegarse a los datos, porque su política se basa en la certeza no necesariamente de la realidad sino de la emoción. Y así comunican, exigente e imperativamente. La emoción del enojo puede ser genuina o fingida, no importa, esa es otra discusión. Lo importante es que el enojo es una emoción con la que se puede hacer, con la que se hace política: que provoca, que interpela, que organiza; que se basta a sí misma, que funciona como un argumento de autoridad pues sirve no tanto para persuadir sino para obligar. El enojo parece volver simple lo complejo, generar la ilusión de darle mucha claridad a una actividad, la política, que suele ser muy confusa. Y por eso es tan susceptible de ser manipulada, incluso para propósitos completamente ajenos a las causas que la motivan: porque la política del enojo se trata no de ver quién nos la hizo sino quién nos la paga.
La política del enojo
La propuesta de eliminar los fideicomisos del Poder Judicial de la Federación ha tenido éxito en la opinión pública porque es una propuesta que conecta con el enojo de un amplio sector de la población contra las élites, las burocracias y el sistema de justicia. Un enojo que tiene sus orígenes en multitud de historias de corrupción, dispendio, negligencia, de nepotismo e impunidad, es decir, que tiene fuentes concretas, que no son inventadas ni exageradas… pero que no tienen absolutamente nada que ver con el tema de los fideicomisos (ni tampoco, por cierto, con la forma en que se elige a los ministros).
Desde que cambió la presidencia de la Suprema Corte, el presidente se ha empeñado en convertir al Poder Judicial en un nuevo enemigo público, en encontrarle todos los defectos posibles –reales e imaginarios– que siempre ignoró mientras la presidía Arturo Zaldívar (quien incluso impulsó una muy cacareada reforma del Poder Judicial con el apoyo explícito del obradorismo, pero dentro de la cual nunca se contempló eliminar los susodichos fideicomisos). A juzgar por los tiempos de la relación entre López Obrador y la Corte, es como si todos los abusos de los que ahora acusa al Poder Judicial hubieran comenzado el día que tomó posesión Norma Piña. Un absurdo, desde luego, pero que pone al descubierto el hecho de que la causa efectiva de la refriega no son los excesos del Poder Judicial sino la autonomía que la Suprema Corte ha ejercido como contrapeso a las decisiones del presidente y su coalición legislativa.
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No es cierto que los dineros administrados a través de los fideicomisos financian sueldos, pensiones, servicios de lujo, prestaciones o pensiones de los ministros. No es cierto que los ministros ganan lo que dice el presidente que ganan. No es cierto que al eliminar los fideicomisos se combaten los problemas que denuncian el presidente y sus aliados. Sin embargo, lo que a esa reforma le falta de fundamento empírico le sobra en capacidad de movilización afectiva. La emoción que agita, el enojo al que apela, le basta para sostenerse con independencia de que en realidad no ofrezca una solución a ninguno de los problemas que sus promotores alegan.
Los verdaderos afectados son, sobre todo, quienes se desempeñan como personal operativo de la judicatura. Pero el enojo es tan poderoso que impide atender lo que dicen, brindarles siquiera el beneficio de la escucha. Así, el presidente instrumentaliza el enojo popular contra las instituciones públicas que no se le someten, vuelca al “pueblo” de la 4T contra los trabajadores del Poder Judicial, como si al ejercer la legítima defensa de sus derechos esos trabajadores estuvieran tratando de proteger privilegios de élite. Lo dicho: en política el enojo es una emoción no solo poderosa sino que, además, empodera. La ironía es que no empodera a los enojados sino, más bien, a los políticos que saben manipularlos.
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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.