Ellos tres —tan diferentes entre sí— compartían una actitud que enriquecía enormemente sus argumentos y sus reflexiones: eran personas abiertas al debate, poco dogmáticas, autocríticas, valientes al tratar los temas más espinosos de su tiempo, con alta honestidad intelectual y con apertura para aceptar cuestionamientos a sus postulados e incluso para tomar y adaptar formulaciones provenientes de otros campos ideológicos.
Bien valdría la pena que los liberales de hoy asumieran una actitud similar. Y no sólo los liberales. Se echa mucho de menos este espíritu en la conversación pública del México contemporáneo. La vocación autocrítica, reflexiva, no-dogmática y de apertura al debate está prácticamente ausente en la esfera pública mexicana.
De un lado, tenemos a los obradoristas duros, que resumen su concepción de la vida pública nacional y su programa político en un puñado de frases simplonas y en el convencimiento de que contar con apoyo mayoritario es una carta libre para hacer lo que les venga en gana.
Del otro lado, vemos a la oposición recalcitrante, que se interesa menos en proponer alternativas de futuro que en buscar culpables del desastre actual y en mostrar su presunta superioridad moral por haberlo advertido desde hace tiempo.
En medio, hay un mosaico amplio y diverso de posiciones políticas e ideológicas y un debate público mucho más rico, pero estas voces quedan opacadas por la estridencia de los dos extremos.
El obradorismo duro se ha convertido en un movimiento político sectario, que no admite críticas, cuestionamientos ni matices, y que acusa a toda manifestación opositora de reaccionaria, espuria, conservadora u oligárquica. Por eso, en este momento, no quiero perder tinta en los obradoristas duros en esta columna. Ya he dedicado sendas páginas a reflexionar sobre ellos.
Más bien, quiero detenerme en los opositores duros, toda vez que la gran mayoría de ellos se dice liberal o pluralista en algún grado, lo cual es contradictorio respecto a la actitud que asumen en el debate público.
Primero, se toman la licencia de actuar como la Santa Inquisición en la conversación pública: censuran a quien piensa distinto que ellos y tildan de traidor a quien no muestra su apoyo incondicional a los partidos de oposición. Más aún, le recuerdan su “pecado original” a aquellos que votaron por López Obrador y hoy se arrepienten. Los llaman ingenuos, les exigen que ofrezcan disculpas públicas y se burlan de ellos con la odiosa frase: “No podía saberse”.
En segundo término, son tan arrogantes que piensan que su agenda es la única que importa. Para ellos, salvar la democracia que tenemos debe ser la única prioridad en la próxima elección. Es una preocupación legítima, que yo comparto. Sin embargo, no se dan cuenta que, para millones y millones de mexicanas y mexicanos, importan mucho más la desigualdad, la pobreza, la violencia y las oportunidades para tener una vida más llevadera.