Es cierto: lo valioso de los estudios académicos conducidos por el método científico es que están fundamentados en marcos teóricos coherentes, metodologías replicables y evidencia empírica. Todo esto incentiva que los debates académicos sean estructurados y que todas las personas que estudien cierta disciplina hablen el mismo lenguaje y tengan más o menos los mismos referentes. También permite que el conocimiento en los distintos campos vaya avanzando a partir de contribuciones, profundizaciones o refutaciones a las teorías, hipótesis y conclusiones existentes.
Ninguno de los elementos anteriores es cosa menor. Además, la introducción del método científico a las disciplinas sociales arrojó otras ventajas, en las cuales no vale la pena detenerse por ahora.
No obstante, al mismo tiempo, el endurecimiento de la frontera entre la literatura y las ciencias sociales trajo consigo una consecuencia desafortunada: en las aulas de las universidades se recurre cada vez menos a los textos literarios para estudiar hechos históricos, fenómenos político-sociales o virajes ideológicos.
Y digo que esto es desafortunado porque hay obras literarias de las cuales los estudiantes —pero también los profesores, investigadores, especialistas y líderes de opinión— pueden aprender un sinfín de elementos enriquecedores para su respectivo campo de conocimiento o área de análisis. Asimismo, la literatura puede aportar referentes valiosos para comprender fenómenos políticos o, al menos, para reflexionar con mayor profundidad en torno a ellos.
Por ejemplo, es imprescindible leer a Stefan Zweig para comprender la debacle del Imperio Austrohúngaro y de Viena como el centro cultural europeo, así como la irrupción del fascismo en ese mundo. Nada como leer a Tolstoi para entender las guerras napoleónicas, la aristocracia rusa de la época y el alejamiento del Imperio Ruso respecto a la cultura europea occidental.
Quizá no hay herramienta más asequible para comprender el racismo institucionalizado posterior a la Guerra Civil estadounidense que Matar a un ruiseñor de Harper Lee. Habría cientos de ejemplos adicionales. Sin embargo, en este punto, me interesa detenerme en la importancia de la literatura para comprender mejor la realidad político-social del México actual. A continuación, recomendaré algunas obras que juzgo pertinentes para tal propósito.
Primero, recomiendo ampliamente dos novelas de la gran escritora veracruzana, Fernanda Melchor: Temporada de huracanes y Páradais. No he leído nada que refleje con tanta crudeza, tanto realismo y tantos matices la violencia que cruza el paisaje social mexicano.
Leer a Melchor contribuye a comprender que las violencias no son circunstanciales, sino que son los ejes articuladores de muchas relaciones sociales en México. Estas dos novelas retratan la violencia que roba y mata; la violencia que humilla y veja; la violencia que lastima la carne y los sentimientos; la violencia como escudo y como arma; la violencia como boleto de entrada para pertenecer a un grupo o como pase de salida para abandonar una realidad miserable; la violencia como pilar de una familia y hasta como instinto de supervivencia. En suma, Melchor profundiza, como pocos, en las funciones político-sociales de las violencias en México.