La recitan con arrogancia, como diciendo: “Yo supe todo desde un principio. Yo sí fui capaz de leer a este gobierno. Ustedes no. Era obvio el rumbo que iba a tomar. Fueron ilusos quienes esperaban otra cosa. Fueron crédulos quienes pensaron que un cambio profundo en el sistema político mexicano era posible”.
Yo puedo confesar, sin recato alguno, que iba a votar por Andrés Manuel López Obrador en 2018. Un mes antes de la elección, cambié mi decisión, pues me decepcionó su ridículo papel en los debates y encontré poco convincentes sus propuestas para atender la atroz violencia que desgarra a nuestro país. Al final, voté por Ricardo Anaya de manera poco convencida y resignada.
No obstante, puedo comprender perfectamente a quienes votaron por López Obrador. El primer sexenio del PAN, encabezado por Vicente Fox, se quedó muy corto respecto a las expectativas que produjo en materia de conquistas democráticas, justicia transicional, derechos humanos y cambios en la cultura política mexicana. El segundo gobierno panista, liderado por Felipe Calderón, dejó tras de sí una estela de muerte, desapariciones, violencia y destrucción. El regreso del PRI a la presidencia, con Enrique Peña Nieto, fue groseramente corrupto e indiferente ante el dolor social. Si el PRI y el PAN desilusionaron por igual, ¿por qué no buscar un cambio?
Quienes se entusiasmaron con López Obrador en 2018 estaban en su derecho de hacerlo. En ese momento, era un opositor férreo, que basó su carrera política en los señalamientos de la corrupción y los vicios del sistema político mexicano, en la denuncia de los vínculos entre el poder político y el poder económico, y en el reconocimiento de la tremenda injusticia que caracteriza al orden social de nuestro país. Si querían un cambio, era casi una operación lógica votar por él.
Es cierto: desde entonces, López Obrador mostraba su intolerancia frente a la crítica, su vocación antipluralista, su bajísimo nivel al participar en el debate público, su disposición para aliarse con actores políticos deplorables con tal de ganar votos (como lo hizo con el PES en aquella elección) y el añejamiento de sus ideas. Con todo, representaba el cambio y las opciones frente a las que compitió eran francamente inviables para un momento como ése: un tecnócrata encumbrado y un “joven maravilla” de un panismo desacreditado, el uno como el otro indolentes ante la realidad social mexicana.