El lunes por la mañana, la diputada morenista Andrea Chávez tuiteó el siguiente mensaje: “El Srio. de Gobernación @adan_augusto informa que la Ministra Piña, solicitó la presencia de la Guardia Nacional para el resguardo de la SCJN. Primero votan en contra de este cuerpo de seguridad y luego, con la hipocresía que les caracteriza, piden su ayuda. Cínicos”.
Morena: Estado patrimonialista y ultranacionalismo
Estas palabras son tan preocupantes como ilustrativas, pues dan cuenta de la visión sectaria e integrista de los grupos duros del movimiento obradorista. Para ellos y, en ocasiones, pareciera que para el propio López Obrador y varios miembros de su círculo cercano los cuerpos de seguridad del Estado no tienen la obligación de salvaguardar las instalaciones de un poder independiente, que funge como contrapeso del poder presidencial.
Se trata del mismo razonamiento bajo el cual las autoridades federales y capitalinas decidieron que la bandera mexicana no ondeara en el Zócalo durante la concentración en defensa del INE, ni durante las impresionantes manifestaciones de los movimientos feministas el 8 de marzo.
Retirar la bandera nacional de una plaza pública cuando grupos de manifestantes ajenos al oficialismo se adueñan de ella no es cosa menor. Este acto envía un mensaje potente: la insignia nacional sólo pertenece al movimiento político que hoy está en el gobierno; quien se oponga a este movimiento, en los hechos, es un traidor a la patria o no tiene el derecho a considerarse mexicano.
El obradorismo ha utilizado el término “traidor a la patria” con una ligereza alarmante. Por ejemplo, cuando los partidos de oposición bloquearon la reforma eléctrica del presidente López Obrador, el mandatario y la coalición gobernante iniciaron una campaña para tildar de “traidores a la patria” a todos aquellos “reaccionarios” que “respaldaran a empresas extranjeras” y no a la Comisión Federal de Electricidad.
Tras estas decisiones y estos discursos, se ocultan un nacionalismo chovinista y una visión patrimonialista del Estado.
Los movimientos ultranacionalistas son excluyentes y están en contra del pluralismo y la diversidad. Para ellos, la nación está compuesta de un pueblo único y homogéneo con rasgos esenciales —raciales, étnicos, históricos, culturales o hasta de temple o de carácter— que lo dotan de superioridad frente a otros pueblos. Y cuando la nación se expone a influencias extranjerizantes, entonces se arriesga a perder o corromper estas cualidades.
Un ejemplo de esta clase de pensamiento ocurre cuando el presidente López Obrador o la directora general de Conacyt argumentan que los estudiantes mexicanos que viajan a otros países para cursar posgrados, en realidad, sólo van a aprender “malas mañas” o “a robar”.
Es cierto que el nacionalismo chovinista de Morena aún no alcanza extremos como la violencia física y la restricción de derechos políticos contra los grupos opuestos al oficialismo, pero en diversas ocasiones ha estado en la frontera del discurso de odio y, sin duda, nutre la visión parroquiana, cerrada, poco cosmopolita y poco tolerante que impera en varios sectores del movimiento obradorista.
La concepción patrimonialista del Estado es aún más descarada en varios sectores del obradorismo. Para estos grupos, el aparato estatal debería estar al servicio del movimiento oficialista y, si un poder del Estado no está alineado al presidente, entonces no tiene razón de ser.
Así las cosas, la Suprema Corte no merece protección de la Guardia Nacional por el simple hecho de revertir la voluntad presidencial de otorgarle el control de este cuerpo a la Secretaría de la Defensa Nacional; el INE no merece presupuesto público, toda vez que ha sido “facilitador de fraudes electorales” en contra de Morena; y los gobernadores que no se pliegan ante Palacio Nacional tampoco son dignos de fondos federales ni de la coordinación con las autoridades para atender temas de seguridad pública.
Por el contrario, si hay una movilización social de apoyo al presidente, entonces es legítimo facilitar recursos del Estado para que puedan llegar al Zócalo capitalino para rendirle culto al mandatario. O bien, es igualmente justo utilizar recursos públicos para movilizar a ciudadanos para votar a favor de la ratificación de López Obrador en la supuesta consulta de revocación de mandato.
Me podrán decir que estos dos rasgos —el nacionalismo y el Estado patrimonialista— son comunes en todos los movimientos populistas. No estarían del todo equivocados. Sin embargo, el movimiento obradorista no se vale de estas herramientas para impulsar un proyecto político estratégico, centrado en mejorar la calidad de vida de las mayorías empobrecidas o enfocado en construir un Estado fuerte, capaz de proveer servicios de calidad y garantizar derechos, tal como en su momento las utilizaron Evo Morales en Bolivia, Lula Da Silva en Brasil (durante su primer gobierno) o, si queremos un ejemplo mexicano, el general Lázaro Cárdenas.
En el caso del obradorismo, el nacionalismo chovinista y la visión patrimonialista del Estado sirven, ante todo, para llevar a cabo los designios voluntaristas del presidente López Obrador, para justificar todas las decisiones del mandatario, para que Morena continúe ganando las elecciones y poco más que eso.
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Nota del editor: Jacques Coste (Twitter: @jacquescoste94) es historiador y autor del libro ‘Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica’, que se publicó en enero de 2022, bajo el sello editorial del Instituto Mora y Tirant Lo Blanch. También realiza actividades de consultoría en materia de análisis político. Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.