Por tanto, sería imposible que un presidente –por poderoso que fuera– controlara a un movimiento tan amplio y diverso. Indudablemente, hay cosas que se le escapan a López Obrador, ya sea porque no están en su agenda de prioridades, porque otros actores políticos lo convencen, manipulan o engañan para tomar ciertas decisiones, o simplemente porque no hay poder humano capaz de controlar férreamente a una coalición tan amplia de actores e intereses.
No me malinterpreten: pienso que no ha habido un presidente mexicano tan poderoso como López Obrador desde Carlos Salinas de Gortari, pero ni siquiera en el viejo PRI el presidente de la República ejercía un dominio tan intenso de la política nacional y del partido en el poder como nos hacen creer los mitos populares.
En el régimen posrevolucionario de partido hegemónico, el presidente era el mandamás indiscutible de la política nacional y las decisiones más importantes del partido y del gobierno federal pasaban por su escritorio. Con todo, su poder era inmenso pero limitado.
Había poderes –políticos y económicos– regionales que acotaban su margen de maniobra. Además, debía dar concesiones a ciertos actores –como la Iglesia, el Ejército, grupos empresariales o liderazgos caciquiles–para evitar conflictos, incluso si esto implicaba sacrificar puntos de su agenda política. Estados Unidos era otro factor fundamental para imponer límites y determinar los alcances del poder presidencial en México.
Incluso, el propio PRI poseía vida propia y dinámicas internas que el presidente tenía capacidad de contener y orientar, pero no necesariamente de frenar, controlar o revertir.
A todo esto, hay que sumar el factor coyuntural de la política. Por más que un actor político deseé tomar cierto rumbo o ejecutar determinada decisión, en ocasiones el carácter circunstancial de la política lo impide. Esto se vio claramente en algunos procesos de sucesión presidencial, en los que el mandatario en turno tenía un “tapado” predilecto, pero al final se inclinaba por otro personaje debido a que las circunstancias lo orillaban a ello.
Si los presidentes priistas, con su inmenso poder, estaban sujetos a todas estas trabas, López Obrador lo está aún más. Es un mito que Morena es el “nuevo PRI”. Es cierto que el presidente es mucho más poderoso que sus antecesores, que su educación política corrió a cargo del viejo PRI y que siente afinidad con el nacionalismo revolucionario, pero eso es muy distinto a que haya reinstalado el régimen autoritario de partido hegemónico en México.