En la práctica, amplios territorios del país viven en una situación de guerra, no reconocida nacional ni internacionalmente, desde hace lustros. En otras tantas regiones, el poder reinante no es el del Estado, sino el de actores regionales que controlan territorios, mercados y cotos de poder político y económico. Nos referimos, comúnmente, a esos poderes regionales simplemente como “crimen organizado” o “cárteles”, pero la realidad es más compleja que eso.
Las divisiones entre el crimen organizado, los ciudadanos, la economía legal, la ilegal, el Estado y las fuerzas del orden son artificiales. Las fronteras entre estos campos son mucho más porosas y difusas de lo que solemos reconocer.
Así pues, los análisis de seguridad pública –basados en estas divisiones artificiales– que se suelen hacer sobre el fenómeno de la violencia en México pueden tener cierta utilidad práctica, puesto que pueden contribuir a identificar problemas y proponer soluciones. Sin embargo, son insuficientes para comprender las violencias del país, toda vez que éstas no se reducen a criminales “malos” ejerciendo violencia contra ciudadanos “inocentes” y el Estado intentando “combatirlos”.
Supuestamente, el presidente López Obrador llegó al poder entendiendo que las violencias no son sólo producto del crimen organizado (y no organizado), sino también de la desigualdad, la pobreza, la marginación y la precariedad. No obstante, su enfoque resultó ser igualmente simplista y limitado, puesto que parece pensar que, con unos cuantos pesos mensuales para los jóvenes de escasos recursos, el problema se soluciona. Al igual que ocurre con otros problemas sociales, el oficialismo parece creer que la entrega de dinero en efectivo es la única solución.