Ayer se disputaron las elecciones intermedias en Estados Unidos. Escribo esta columna sin conocer los resultados, aunque lo más probable es que los republicanos hayan obtenido el triunfo en la mayoría de las contiendas. Sin embargo, el desenlace electoral no es importante para este texto. Y no lo es porque, aunque hubiera una enorme sorpresa y los demócratas consiguieran una gran victoria, Estados Unidos está profundamente dividido y todo parece indicar que permanecerá así durante muchos años.
Los guardianes de la democracia
Cada vez hay menos consensos en la sociedad estadounidense. La democracia representativa fue uno de los máximos orgullos de los habitantes de aquel país durante décadas. Ese orgullo era prácticamente unánime en toda la población: en republicanos y demócratas; en afroamericanos, latinos y blancos; en protestantes, católicos, librepensadores y musulmanes; en conservadores, moderados y progresistas; en mujeres y hombres. Ya no.
Por eso, las instituciones electorales eran prácticamente intocables. Incluso, el añejo sistema electoral estadounidense, que sobrerrepresenta a varios estados pequeños y medianos, al tiempo que subrepresenta a entidades grandes, conservaba legitimidad hasta hace poco. Ya no.
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Las divisiones sociales, la polarización y la ausencia de voluntad de diálogo son tan grandes en Estados Unidos que muchos intelectuales aseguran que asistimos a la debacle del Imperio, a la implosión de la superpotencia o incluso a una potencial guerra civil. Otros son menos pesimistas y consideran que aún hay remedio para la Unión Americana, pues sus instituciones y sus tradiciones democráticas son lo suficientemente fuertes y flexibles para resistir una crisis de esta magnitud. Eso sí, prácticamente todos coinciden en una cosa: lo que vive Estados Unidos es una profunda crisis y no será sencillo salir de ella.
Como todos los fenómenos sociales e históricos, la crisis estadounidense es multifactorial: responde a múltiples causas, tanto estructurales como coyunturales. No obstante, me quiero centrar en un factor que puede parecer menor, pero en realidad desempeña un papel central en la profundización de la crisis: el abandono del Partido Republicano de todo decoro y de cualquier apego a las normas democráticas, en favor de una posición de ganar a cualquier costo.
A diferencia de muchos de mis colegas, el célebre libro Cómo mueren las democracias me parece simplista y generalizador en muchos aspectos, e incluso pienso que está escrito desde una profunda nostalgia liberal, que idealiza a las democracias que existían y mezcla a los populismos de todo tipo con los autoritarismos más férreos. Sin embargo, me parece luminosa la parte del texto en que los autores —Steven Levitsky y Daniel Ziblatt— explican cómo, cuando los partidos políticos renuncian a su función de gatekeepers o guardianes de la democracia, ésta se pone en riesgo.
En pocas palabras, esta función consiste en impedir la entrada del discurso de odio, la violencia, el racismo o corrientes antidemocráticas a los partidos. Se trata, en suma, de salvaguardar la pluralidad y la diversidad de las cuales se nutre la democracia, pero sin permitir la proliferación de movimientos que la pongan en riesgo.
El propio Daniel Ziblatt tiene un estudio muy interesante sobre el comportamiento de los partidos conservadores —es decir, de derecha— en democracias incipientes durante los siglos XIX y XX. El autor concluye que dos factores clave para la estabilidad de un régimen democrático son el apego de las derechas a las normas democráticas y la voluntad de evitar que las corrientes más extremas tomen el control de los partidos. En otras palabras, para Ziblatt, la viabilidad de las democracias estriba, en buena medida, en que los partidos conservadores asuman su responsabilidad de guardianes de la democracia.
El Partido Republicano ha hecho todo lo contrario. Dejó crecer a la derecha más rancia en su seno. Permitió la candidatura presidencial de un hombre narcisista, xenófobo, misógino e irresponsable como él solo. Y, peor aún, se ha entregado a su cruzada para destruir los cimientos ya no sólo de la democracia estadounidense, sino de la república y de la convivencia civilizada y relativamente pacífica.
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El argumento de Levitsky y Ziblatt sobre la función de los partidos como guardianes de la democracia puede parecer hasta cierto punto elitista y centrado en mantener el orden establecido. Esa apreciación no es del todo equivocada. Incluso, yo diría que la presencia de ciertas figuras radicales y disruptivas en los partidos puede llegar a ser deseable, pues ponen sobre la mesa de debate temas incómodos para muchos, obligan a los partidos a repensar sus agendas programáticas y apelan a sectores olvidados del electorado.
Sin embargo, si los partidos abdican por completo de su función de guardianes y si, por el contrario, abanderan una cruzada contra el pluralismo, la civilidad, el diálogo y la posibilidad de convivencia pacífica entre ciudadanos de distintas convicciones políticas con tal de mantener el poder, entonces no hay democracia posible. Los legisladores mexicanos, prestos a discutir la reforma electoral propuesta por el presidente López Obrador, harían bien en recordarlo.
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Nota del editor: Jacques Coste (Twitter: @jacquescoste94) es historiador y autor del libro ‘Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica’, que se publicó en enero de 2022, bajo el sello editorial del Instituto Mora y Tirant Lo Blanch. También realiza actividades de consultoría en materia de análisis político. Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.