Me alivia que, de manera cada vez más generalizada, los analistas políticos observen la militarización como uno de los grandes problemas nacionales. El tema pasó de ser una preocupación de nicho —sobre todo, entre los académicos y activistas preocupados por los derechos humanos— a ser una cuestión de interés general. Esto ayudará a debatir con mayor seriedad y profundidad sobre las distintas aristas del problema, para luego proponer soluciones viables y creativas para desmilitarizar el país, aunque se trate de un desafío gigantesco.
En otro orden de ideas, mi experiencia como crítico político me ha hecho consciente del centralismo de nuestra discusión pública: los analistas capitalinos mostramos un total desinterés por lo que ocurre en otras regiones del país y rara vez nos ponemos anteojos locales para observar los fenómenos políticos nacionales. Quienes escribimos en medios nacionales deberíamos hacer un esfuerzo por combatir ese chilangocentrismo.
Ahora bien, puedo decir con sinceridad que, en estos años, siempre me he esforzado por analizar la realidad política nacional con mesura y matices. Es cierto: también con mis sesgos ideológicos, intelectuales, políticos, regionales y aquellos que derivan de mis experiencias personales. No obstante, con todo y estos sesgos, procuro ser riguroso y balanceado al emitir mis opiniones y juicios, al tiempo que busco fundamentar mis ideas y construir argumentos sólidos.
No menciono esto como autoelogio, pues solo cumplo con mi trabajo. Creo firmemente que todo crítico político que recurre a las descalificaciones personales, a los lugares comunes, a la calumnia y a los dogmas, sean del signo que sean, carece de seriedad y credibilidad.
Lo menciono, más bien, porque me impresiona que la mayor cantidad de críticas y ataques personales que he recibido provienen de este esfuerzo por ser mesurado. Me han llamado “tibio”. Me han dicho que soy de “Corea del Centro”. Me han tachado de “cobarde” y “pusilánime”.
Cuando he sido un severo crítico del gobierno del presidente López Obrador, he recibido varios elogios de los opositores. Las veces que he defendido posiciones cercanas al obradorismo (por ejemplo, al argüir que yo no estoy en desacuerdo con el populismo en sí mismo o al criticar a los analistas más liberales por dogmáticos), he recibido aplausos de los obradoristas. Sin embargo, al emitir críticas matizadas, ambos bandos me tildan de tibio.
Esto es preocupante. La polarización que inunda la esfera pública ha deteriorado a un ritmo vertiginoso nuestra capacidad de reflexión colectiva y deliberación. Cada vez se debate con menos ideas y argumentos; por el contrario, se discute con insultos, burlas, descalificaciones, falacias y sofismas. Ya no nos escuchamos con atención: ni siquiera hemos dejado terminar de hablar a la otra parte, interrumpimos e invalidamos sus posiciones.