Llegué a La Diana caminando por Sevilla, eran las 10 de la mañana en punto. El Sol pegaba fuerte, el aire se sentía pesado y seco bajo mi cubrebocas. Desde el cruce con Chapultepec comenzamos a reconocernos. Vestidos con ropa blanca o rosa, muchos de jeans y tenis, portábamos cartulinas que nos asomábamos a leer y luego chocábamos puñitos. He caminado esta ruta para llegar a marchas en Reforma varias veces, pero no recuerdo haberlo hecho nunca un domingo en la mañana ni en un ambiente tan familiar. A pesar del bochorno y la contaminación, había buen ánimo. Más que de afrenta, la sensación era de asombro: ¡cuánta gente! Esa fue mi primera impresión, que éramos más de los que esperaba. Muchos, muchísimos más.
Impresiones de la marcha
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Esa impresión no hizo sino crecer conforme fuimos avanzando hacia el Ángel y luego hasta el Monumento a la Revolución, cada vez más y más y más gente. Mientras hacíamos ese recorrido, una segunda impresión: las consignas, esos cantitos inequívocos que siempre comunican la identidad de una protesta. “¡El INE no se toca!”, “¡A eso vine, a defender el INE!”, “¡Apoyo total al árbitro electoral!” No se trataba tanto de reclamarle a López Obrador, quizá muy a sabiendas de que no escucha, de que lo suyo ya es nomás provocar, atrincherarse y repetir insultos. Se trató, más bien, de arropar muy explícitamente a la institución que simboliza –por razones históricas que explicó muy bien José Woldenberg en su discurso ( https://bit.ly/3AezESS )– la posibilidad de la democracia en México.
Pero si no lo hicimos para el presidente, entonces ¿para que escuchara quién? Mi impresión fue que, de entrada, los destinatarios fueron los partidos de oposición, de cuyos votos depende la reforma electoral propuesta por el Ejecutivo, varios de los cuales acusaron recibo por adelantado (PRI, PAN y PRD), apoyando una marcha que, sin embargo, no era suya. Después, para que escuchara Morena, sobre todo quienes tienen aspiraciones y tarde o temprano saldrán a pedir el voto popular (ayer Monreal declaró que en el Senado no incursionarán en regresiones contra conquistas ciudadanas). Finalmente, para que escuche la propia ciudadanía: para que se reconozca a sí misma organizándose, resistiendo, en defensa no de un partido o una figura política, sino de una institucionalidad electoral que nos ha dado elecciones tan libres y limpias como nunca hubo en este país.
Al terminar, un grupo de amigos fuimos a una cantina en la San Rafael. Ahí revisé en mi celular las noticias de otras ciudades donde también hubo movilizaciones. Cuarta impresión: no fue nomás un tanteo chilango, fue un trancazo urbano a escala nacional. Imposible no interpretar ese dato a la luz de tres tendencias. Una es que desde 2021 la Ciudad de México está dejando de ser el bastión electoral que era para el lopezobradorismo. Dos, que la democratización de finales del siglo XX fue un proceso de marcados acentos urbanos que se desarrolló, como se decía entonces, “de la periferia hacia el centro”. Y tres, que alrededor del 80% de la población mexicana habita en localidades urbanas.
La respuesta del oficialismo ha oscilado entre el menosprecio y la condena. Para tratarse de algo que se supone “no les preocupa”, le están dedicando un montón de energía. Bien se preguntaba el colega Mauricio Dussauge en Twitter: “Si la marcha es tan insignificante, ¿por qué tanto esfuerzo en deslegitimarla?”. Quinta impresión: están nerviosos, sorprendidos, descolocados. En su libreto no hay margen para interpretar estos hechos en clave pluralista ni con un mínimo sentido de la realidad. No por previsible su reacción deja de lucir entumecida, achacosa, recalcitrante. Demasiado convencidos de que solo ellos encarnan el cambio, no pueden aceptar que los vientos tal vez están cambiando y no necesariamente a su favor.
En semejante contexto, la pregunta para los lopezobradoristas es cómo volver a inspirar esperanza, cómo dejar de ser el bando que ya solo se dedica a instigar agravios. Y la pregunta para las oposiciones es cómo traducir el entusiasmo social por defender la democracia en una estrategia electoral competitiva. El problema de los primeros es que, tras cuatro años en el poder, llegarán muy desgastados al 2024; el problema de los segundos es que no han logrado revertir el profundo desprestigio que los condenó en 2018.
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Nota del editor:
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