Durante la última semana de junio, el Congreso mexicano dio luz verde a dos reformas que, aunque justificadas en razones distintas, comparten un mismo riesgo: la ampliación sin precedentes del acceso estatal a datos personales sensibles.
#ColumnaInvitada | Vigilancia ciudadana ante la tentación del poder

Primero, se aprobó la Ley del Sistema Nacional de Investigación e Inteligencia en Materia de Seguridad Pública, apodada “Ley Espía” por organizaciones civiles. Esta norma otorga a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y a la Guardia Nacional amplias facultades para acceder a bases de datos biométricos, bancarios, fiscales y telefónicos con fines de inteligencia criminal.
Luego, el pasado viernes, el Senado aprobó la reforma a la Ley del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas, que establece el acceso obligatorio para las autoridades a bases de datos públicos y privados, incluidos datos biométricos y bancarios, para facilitar la localización de personas desaparecidas.
El resultado es claro: en poco más de 72 horas, México avanzó hacia un modelo de centralización y cruce masivo de datos personales con la promesa de mejorar la seguridad y agilizar la justicia.
No podemos negar el contexto. Vivimos en un país con una crisis profunda de violencia y desapariciones. La urgencia por frenar el horror y encontrar a las víctimas es real y legítima. Pero esa necesidad no puede ser excusa para construir un sistema donde el Estado concentre información sensible sin salvaguardas efectivas, controles judiciales robustos ni mecanismos independientes de rendición de cuentas.
El argumento oficial es tentador: más información significa más capacidad de respuesta. Pero la experiencia —nacional e internacional— nos enseña que el poder de vigilancia que se concede para proteger a la sociedad suele terminar usándose para vigilarla.
¿Quién garantiza que estas facultades no se usarán para espiar a críticos, opositores o periodistas incómodos? ¿Qué controles reales existen para evitar el abuso? ¿Basta la promesa de una supervisión judicial, cuando en la práctica la historia reciente ha mostrado su fragilidad?
Aquí es donde se necesita una discusión mucho más seria sobre qué tipo de Estado queremos construir. Porque un Estado eficaz no es lo mismo que un Estado vigilante. La eficacia real se logra con capacidades profesionales, recursos suficientes, investigación rigurosa y coordinación entre instituciones. No con el atajo fácil de invadir la privacidad.
La industria de tecnologías de la información tiene un papel ineludible en este debate. No puede ser solo proveedora de soluciones tecnológicas para el gobierno: tiene que exigir estándares éticos, promover la transparencia y advertir sobre los riesgos de la centralización excesiva de datos.
Del mismo modo, la ciudadanía no puede permitirse la comodidad de la indiferencia. Una ley aprobada no es un cheque en blanco. Exige seguimiento constante, auditorías independientes, periodismo crítico y una sociedad civil dispuesta a denunciar excesos.
Las dos leyes aprobadas esta semana comparten una misma lógica: “confíen en el Estado, que sabrá usar bien la información”. Pero la democracia no se construye sobre la confianza ciega. Se construye sobre contrapesos, vigilancia ciudadana y la defensa constante de las libertades.
En última instancia, la pregunta que nos dejan estas reformas es incómoda pero esencial: ¿queremos más seguridad o más vigilancia? ¿Y estamos dispuestos a sacrificar nuestros derechos más básicos en nombre de una promesa de eficacia que nadie ha explicado cómo se cumplirá?
Hoy más que nunca, la mejor defensa de nuestras libertades es no dejar de mirar críticamente a quienes nos miran.
_____
Nota del editor: Carlos A. Ibarra es periodista e integrante del Observatorio de Medios Digitales del Tecnológico de Monterrey , profesor de cátedra en dicha institución y consultor en Comunicación estratégica y Relaciones Públicas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.