La democracia mexicana atraviesa por una fase en la que impera la anormalidad. No se trata de una excentricidad nacional, es algo que está ocurriendo en muchos otros países. La noción sobre qué es “normal”, además, siempre es muy circunstancial. Normal no significa deseable o bueno, ni siquiera necesariamente habitual, es apenas algo que más o menos se ajusta a ciertas normas o satisface alguna expectativa. Con todo, sería sensato no reducir hasta el absurdo la relatividad del concepto: no puede ser normal, por ejemplo, que los encargados de gobernar fomenten el desgobierno; que quienes fincan su prestigio en la lealtad y la disciplina desacaten impunemente sus obligaciones; ni que un líder opositor se preste con tanto descaro para ser el ariete del gobierno contra su propio partido.
De anormales y anormalidad
Pienso, por mencionar un caso, en la visibilidad que ha adquirido Adán Augusto López durante las últimas semanas. En su enfrentamiento con estados y municipios a propósito de la violencia y la militarización (bueno, y con Samuel García por la deslumbrante controversia sobre si los regios son más trabajadores o los tabasqueños más inteligentes); en sus declaraciones a propósito de que “un militar puede ser presidente”; o en su obtusa campaña “que siga López, estamos agusto”. ¿Cómo contribuyen esos desplantes a cumplir su misión de promover la gobernabilidad, fortalecer el respeto a los derechos o a generar estabilidad política? ¿En qué sentido podría decirse que está haciendo su trabajo el secretario de Gobernación?
También pienso, por poner otro caso, en Luis Crescencio Sandoval y su negativa a reunirse con los integrantes de una Comisión de la Cámara de Diputados para informar sobre los #SedenaLeaks, el mayor hackeo informático en la historia a una entidad del Estado mexicano. Primero se negó a acudir a la Cámara y planteó que el encuentro se llevara a cabo, mejor, en las instalaciones de la Sedena; después, lo pospuso “hasta nuevo aviso” argumentando que uno de los diputados se refirió a él de manera irrespetuosa. Aquí puede leerse la carta del susodicho diputado: más que probar una descortesía, demuestra que el secretario de la Defensa le urgía inventarse un pretexto para no dar la cara. ¿Cómo mejoran la seguridad nacional o la seguridad pública cuando sus responsables se niegan a rendir cuentas? ¿De qué sirven tantas medallas cuando, en realidad, hay tan poco valor?
Y pienso, por último, en Alejandro Moreno y en su deshonroso papel frente a la extorsión a la que lo ha sometido el lopezobradorismo. Es un logro, no por encomiable sino por el grado de dificultad que supone, que haya conseguido desprestigiar todavía más a su instituto político, dividir a su disminuida bancada en el Congreso y dinamitar la alianza que tenía con los dirigentes del PAN y el PRD. No recuerdo a un presidente nacional del PRI que le haya hecho tanto daño a su partido: no por asumir el costo de una decisión difícil o impopular sino solamente para tratar de salvar su pellejo. Quizá a estas alturas suene anticuado, pero ¿acaso no se hubiera redimido, al menos parcialmente, si en lugar de hacerle el trabajo sucio al gobierno que lo espió y exhibió ilegalmente, solo hubiera renunciado? Si estos son los liderazgos con los que las oposiciones van a defender la democracia…
La lista podría alargarse, pero el espacio se acaba y lo fundamental está dicho. El problema no es que haya competencia, discordia o conflicto; es que no hay ningún horizonte de normalidad democrática que ayude a procesar tanta incertidumbre, tanta incompetencia y tanta impunidad. Es que estamos en un país muy incendiado en el que los bomberos se dedican a avivar las llamas con cada vez más entusiasmo.
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