En esta película, pasamos en un instante de la extrañeza a la sátira. El guion es así: cuestionado muy temprano en su conferencia de prensa mañanera, López Obrador se burló con dicho tema musical de los opositores a su gobierno, quienes han levantado voces de preocupación ante la queja estadounidense-canadiense en el espinoso tema energético.
Poco antes, se le había señalado al mandatario que, nerviosos, algunos analistas y periodistas habían señalado el riesgo de que con esta disputa se llegara a fracturar el más importante tratado comercial de México, el T-MEC, con consecuencias irreversibles para el país. Sin preocuparse, dueño del escenario, su escenario, el mandatario dijo que “no va a pasar nada".
Criticó a sus adversarios como miedosos y señaló a los anteriores gobiernos como autoridades “acomplejadas”, que nunca comprendieron que representaban a un gran país, “a un gran pueblo”. Dicho lo anterior, pidió que le pusieran play a la mencionada canción en cadena nacional y sonrió satisfecho. Brutal statement político.
Más allá de la escena chusca, importa resaltar un pequeño gran elemento del guion improvisado esa mañanera: el poder de la música como arma política.
La música es un arma blanca que mata o doblega de amor, alegría, pasión, locura o puro sentimiento. De ahí su conexión histórica con la política que, desde siempre y hoy más que antes, pareciera ser manejada con el corazón o las tripas, no con la cabeza.
Por su cualidad de arte, la música traspasa cualquier barrera racional. Por su poder de conexión, por su capacidad para motivar, para llamar a la acción y también para criticar y protestar un régimen que se considera injusto, la música ha sido usada y aprovechada históricamente por activistas, políticos, movimientos sociales, asesores y publicistas para hacer propaganda de una ambición o una causa.
Además de su parte netamente musical, su poder se afianza en el mensaje. Si la musicalidad atrapa, las palabras convencen. Una frase bien dicha en el momento adecuado logra lo que toda comunicación política persigue: convencer, persuadir. Por eso también la música es un elemento fundamental del discurso político.
Por otra parte, está la parte más publicitaria del uso de la música como ambientación de campaña. Sin ir tan lejos, veamos cómo aquí al lado, en casa de nuestros energéticamente enojados vecinos del norte, ya desde 1860 se aprovechó el poder persuasivo de la música con la canción de campaña Lincoln and Liberty del candidato republicano.
Cien años después, resonó en los altoparlantes de los mítines el tema High Hopes apoyando a “Jack Kennedy”, el mismísimo senador J.F.K. para presidente. Qué decir de Obama en su campaña de 2008, cuando reclutó para el tema Yes We Can a will.i.am, John Legend y Scarlett Johansson, entre muchos otros.
O más recientemente, el uso político que le dio Trump a diferentes canciones para sus rallies de campaña en 2016 y 2020, por las que ha sido demandando por separado por la leyenda del rock, Neil Young, y por el músico británico-guyanés Eddy Grant. En este último pleito legal, el ex-presidente se podría ver obligado incluso a testificar bajo juramento. Le salió caro el jingle.
Bajando el continente, y en un terreno más político y menos publicitario, tenemos el ejemplo del apoyo de músicos como Andrés Calamaro, Fito Páez o Gustavo Santaolalla al régimen de los Kirchner, marido y mujer. O el apoyo de Gustavo Dudamel al régimen chavista de antes y de ahora. O el caso de la nueva trova cubana, fenómeno musical que se volvió nada menos que la banda sonora de apoyo a un régimen político. Y es justamente este último género musical el que nos lleva de regreso a Palacio Nacional.