En estos días hemos visto a los marines en las calles de Los Ángeles y la Guardia Nacional desplegada sin consentimiento estatal. Lo que se vive hoy en California no es solo una disputa política entre dos partidos o un choque institucional entre gobiernos, federal y estatal. Es, ante todo, una batalla por el derecho a existir de una comunidad histórica, humana y profundamente interconectada que ha desafiado —y continúa desafiando— la lógica excluyente del Estado moderno.
La frontera que no divide. Migración y comunidad ante las amenazas
Desde hace más de un siglo, la frontera entre México y Estados Unidos ha sido más que una línea geopolítica. Ha sido un espacio social vivo, un tejido de relaciones, trabajo, cultura y familia que se extiende de Tijuana a San Diego, de Ciudad Juárez a El Paso, de Nogales a Nogales. La movilidad es parte de la vida diaria. Se cruzan para estudiar, para trabajar, para comprar comida, para ir al médico, para ver a los abuelos. En muchos casos, viven como si la frontera no existiera, no porque la ignoren, sino porque la desafían desde la cotidianidad.
Sin embargo, el aparato político que estructura nuestras sociedades insiste en imponer límites artificiales a lo humano. Desde la creación del Estado moderno se ha intentado regular el derecho a moverse mediante la noción de ciudadanía, la invención de pasaportes, la construcción de fronteras rígidas y políticas de exclusión. En los últimos 150 años, esta lógica se ha intensificado hasta convertir la movilidad —que durante milenios fue un derecho natural, incluso una necesidad vital— en un privilegio altamente regulado, accesible solo a quienes tienen los “papeles correctos”.
La historia es clara. Antes del Estado moderno, la migración no era un fenómeno anómalo ni criminalizado. Era una forma estructural de vida. Pueblos nómadas y seminómadas se desplazaban en busca de agua, comida, seguridad, sin que eso significara una transgresión. Las grandes migraciones —como la indoeuropea, las invasiones germánicas, la expansión árabe o las migraciones bantúes— no solo no destruyeron el mundo, sino que lo reconfiguraron, expandieron lenguas, culturas, tecnologías. La movilidad era creación, no ruptura.
Lo que ocurre hoy en la frontera México-Estados Unidos es la expresión contemporánea de esta tensión histórica: entre un sistema político que construye muros y un sistema social que tiende puentes. Según datos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME), aproximadamente 11.9 millones de mexicanos residen fuera de su país, y casi 98 % están en Estados Unidos. En territorio estadounidense, los mexicanos representan el 23 % de toda la población extranjera, de acuerdo con cifras del American Community Surveys. No se trata de una minoría aislada, sino de una presencia estructural, histórica y vital para la economía, la cultura y la identidad de ambos países.
En este contexto, el despliegue de tropas federales en California por parte del presidente Donald Trump debe ser entendido como un acto de agresión institucional contra esa comunidad transfronteriza. No es solo un operativo de seguridad, es una declaración política: quienes viven entre dos mundos no tienen lugar en su visión de país. Y lo más grave es que se hace violando no solo la autonomía del estado de California —cuyo gobernador Gavin Newsom no autorizó tal despliegue— sino también la Décima Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que limita el poder del gobierno federal en favor de los estados.
Cabe recordar que la última vez que se federalizó la Guardia Nacional sin consentimiento estatal fue en 1965. Entonces, Lyndon B. Johnson lo hizo para proteger a los defensores de los derechos civiles en Alabama. Hoy, en 2025, el despliegue de la Guardia Nacional se hace para amedrentar, para intimidar a comunidades inmigrantes, para castigar la disidencia, para criminalizar la solidaridad.
Las consecuencias ya son visibles: redadas masivas, detenciones arbitrarias, presencia militar en zonas residenciales, miedo generalizado entre personas que han vivido décadas en este país. No estamos solo ante un problema de política migratoria. Estamos ante una crisis constitucional, una regresión democrática y una violación sistemática de los derechos humanos.
Pero lo más importante es lo que resiste. La comunidad binacional que habita la frontera no se define por la documentación que lleva (o no) en la cartera. Se define por su manera de vivir, de relacionarse, de construir sentido. Son personas binacionales, no porque tengan dos pasaportes, sino porque su existencia cotidiana, sus afectos y sus redes sociales atraviesan el muro. Por eso lo que vemos hoy en California es un acto de defensa: una defensa profunda, legítima y valiente de una identidad compartida.
Frente al intento de imponer una lógica de exclusión, los pueblos fronterizos nos están recordando algo esencial: las sociedades no se construyen desde el encierro, sino desde el movimiento. No se sostienen en el aislamiento, sino en el intercambio. No florecen con muros, sino con puentes. Y si la ley deja de reconocer eso, entonces no es la comunidad la que está fuera de la ley: es la ley la que ha dejado de servir a la comunidad.
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Nota del editor: Fernanda Vidal Correa es profesora Investigadora de la Universidad Panamericana, Campus México. Doctora en Ciencia Política por el Departamento de Politics de la University of Sheffield. Maestra en Metodologías de Investigación Científica por ese mismo Departamento. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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