No es que sea inútil para hacer más inteligible la forma en que se ejerce el poder político hoy en México, para señalar parecidos y diferencias entre este y otros gobiernos, para dar cuenta del estilo que distingue al presidente López Obrador. Es que, en un contexto tan crispado por la polarización, esa discusión de pronto tiende a volverse reiterativa, predecible, incluso un poco frívola. Porque la complejidad de lo sustantivo pierde terreno frente a la simpleza de lo nominal. Como si el atajo de poner esta u otra etiqueta nos ahorrara la dificultad de habérnoslas con los hechos. Como si el análisis desapasionado de las ambigüedades, los matices y las contradicciones no fuera un deber de la inteligencia sino un síntoma de pusilanimidad. Como si un juicio lapidario fuera, por definición, más honesto o meritorio que una reflexión ponderada.
Insisto: no es que el empeño taxonómico sea improductivo o irrelevante, que clasificar a un gobierno conforme a determinados atributos sea un ejercicio trivial. Lo que me interesa es subrayar la posibilidad de que, a fuerza de insistir obsesivamente en ello, la conversación pública haga como si fuera más importante fijar la categoría que dar cuenta del fenómeno. Porque en este tipo de cuestiones no es cierto aquello de que:
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de “rosa” está la rosa
y todo el Nilo en la palabra “Nilo”.