El caso del Cruz Azul es paradigmático: un equipo histórico sin estadio propio, itinerante, que renta sedes y depende de la logística de terceros. Sin instalaciones fijas, no puede planear ni ejecutar un sistema integral de seguridad. Cada partido implica nuevas reglas, nuevas rutas de evacuación, nuevos cuerpos de vigilancia y nuevas improvisaciones. La falta de propiedad sobre el espacio se traduce en ausencia de responsabilidad directa. El fútbol mexicano, en consecuencia, no tiene cimientos sólidos ni en la cancha ni en la gestión del riesgo.
 
           
          
          Alcohol y violencia: el negocio que incendia las gradas
          
          La venta desregulada de alcohol sigue siendo el mayor catalizador de violencia en los estadios. Lejos de ser un problema de cultura o temperamento, se trata de un esquema económico institucionalizado. La Liga MX, los clubes y los concesionarios comparten una economía del exceso: cuanto más se venda, mejor, sin importar las consecuencias. En la práctica, los aficionados pueden ingerir litros de cerveza sin supervisión, sin control de cantidad y sin medidas preventivas.
          El alcohol potencia rivalidades, disuelve el autocontrol y alimenta la percepción de impunidad. Los guardias, mal capacitados y mal pagados, evitan intervenir para no provocar al público o poner en riesgo sus propios ingresos. Mientras tanto, los clubes y la Liga se benefician del consumo desmedido y trasladan el costo social —heridos, detenidos o muertos— a las instituciones públicas. En términos de seguridad, esto no es un descuido: es una decisión.
          Grupos de animación sin control: el mito de la pasión organizada
          
          Los grupos de animación, presentados como “el corazón de la afición”, se han transformado en estructuras de poder informal dentro de los estadios. Sin registros confiables ni protocolos de identificación, estas agrupaciones pueden operar con autonomía total. La mayoría de los clubes mantiene acuerdos informales con ellos, ofreciéndoles boletos, transporte o acceso preferente, sin asumir las consecuencias de su comportamiento.
          La falta de estadios propios agrava el problema: cuando un club renta instalaciones, la vigilancia y el control de sus barras se vuelven responsabilidad compartida, lo que diluye la rendición de cuentas. En este vacío, los grupos de animación se convierten en microestructuras difíciles de contener, mezclando fanatismo con negocios ilícitos o presencia de actores criminales. Regularlos no implica criminalizarlos, sino institucionalizarlos bajo reglas claras, con identificación biométrica y seguimiento nacional.
          Seguridad reactiva: cuando la fuerza sustituye a la inteligencia
          
          El modelo de seguridad en los estadios mexicanos está anclado en la reacción, no en la prevención. La mayor parte de los operativos se concentra en contener disturbios, no en anticiparlos. No existen células de inteligencia criminal dedicadas a mapear patrones de riesgo, infiltraciones o rivalidades violentas. Tampoco hay sistemas de información que integren antecedentes de incidentes por club o por zona. Cada partido se aborda como si fuera el primero.
          La seguridad moderna no se construye con más policías ni con más vallas, sino con inteligencia. Requiere monitoreo previo en redes sociales, análisis de desplazamientos de barras, detección temprana de riesgos y comunicación directa con los clubes. Hoy, la policía llega cuando la violencia ya estalló, porque nadie la anticipó. Si la Liga MX quiere hablar de profesionalismo, debe asumir que el control de multitudes no es una tarea de fuerza, sino de conocimiento y planeación.
 
           
          
          La Liga MX: lucro inmediato, seguridad postergada
          
          La responsabilidad estructural recae en la Liga MX, que ha convertido la gestión de riesgos en un simulacro. Prefiere invertir en campañas publicitarias sobre “aficiones ejemplares” en lugar de financiar un sistema nacional de prevención. Los clubes, por su parte, carecen de incentivos para invertir en seguridad: mientras el estadio sea rentado y las ganancias se mantengan, el riesgo se traslada.
          El resultado es un modelo fragmentado donde nadie es responsable de nada. Las sanciones por violencia son simbólicas, las auditorías inexistentes y los protocolos de seguridad, reciclados. Cada tragedia se procesa como excepción, cuando en realidad es la regla de un negocio que privilegia la taquilla sobre la vida. México no puede ser sede del Mundial 2026 con un sistema deportivo que no garantiza condiciones básicas de seguridad para su propia afición.
          Hacia un modelo de seguridad integral y de propiedad institucional
          
          Lograr estadios seguros requiere algo más que policías en las gradas: implica construir instituciones. El primer paso es que cada club cuente con su propio estadio, diseñado bajo criterios de control logístico, seguridad perimetral, cámaras inteligentes y rutas de evacuación certificadas. La propiedad del espacio permite asumir responsabilidades, planear con continuidad y establecer mandos unificados. No se puede pedir profesionalismo a un equipo que ni siquiera controla el lugar donde juega.
          El segundo paso es institucionalizar la inteligencia criminal preventiva. Cada club, en coordinación con la Liga MX y la Secretaría de Seguridad, debería integrar una célula de análisis encargada de mapear riesgos, monitorear barras y coordinar con autoridades locales antes de cada partido. La información salva vidas, y la ausencia de ella las pone en peligro.
          Finalmente, se requiere un sistema nacional de certificación en seguridad deportiva, con formación obligatoria para guardias, coordinadores y mandos medios. Un estadio no debe abrir sus puertas sin acreditar personal capacitado en control de multitudes, derechos humanos y atención de emergencias.