Esta disparidad entre números y emociones no es trivial: revela una crisis de confianza en el Estado y una desconexión profunda entre las políticas de seguridad y la realidad cotidiana.
La razón de fondo es que las estadísticas no miden lo que la gente vive, sino lo que las instituciones logran registrar. Mientras las autoridades celebran la reducción de homicidios —un delito de fuero federal—, en los barrios y colonias los ciudadanos padecen robos, asaltos, extorsiones, acoso y violencia familiar, delitos del fuero común que rara vez se denuncian por falta de respuesta o por temor a represalias.
En términos prácticos, la inseguridad persiste porque la política pública ha dejado sin atención al delito cotidiano, aquel que erosiona el tejido social y el sentido de comunidad.
La reducción de homicidios es relevante, pero no suficiente. Un país donde la gente teme salir de noche, usar transporte público o abrir un pequeño negocio por miedo a la extorsión, no puede sentirse seguro. La paradoja mexicana es que los gobiernos han medido su éxito en función de las cifras que lucen bien en informes, pero no en la tranquilidad que experimentan los ciudadanos en su vida diaria.
El espejismo del combate federal
Durante los últimos años, la estrategia de seguridad en México ha privilegiado las detenciones de alto perfil y los golpes espectaculares al crimen organizado, con un claro sesgo hacia delitos del fuero federal. Cada captura o decomiso se anuncia como una victoria institucional, pero el impacto en la vida diaria de la población es casi nulo. Esta obsesión por la narrativa del “gran enemigo” ha distraído la atención del Estado de su función esencial: proteger a las personas comunes frente a los delitos comunes.
La razón no es solo política, sino estructural. En México, los delitos del fuero común representan más del 90% de las denuncias que se registran en los ministerios públicos, pero la inversión presupuestal y operativa se concentra en áreas federales. Las policías municipales y estatales, que deberían ser la primera línea de defensa, operan con recursos escasos, formación deficiente y coordinación mínima. A menudo carecen de capacidades de investigación, tecnología o protocolos actualizados.
El resultado es una seguridad pública que actúa de arriba hacia abajo, sin anclaje local, donde las fuerzas federales intervienen sin continuidad y los municipios quedan abandonados tras su retiro. Esta falta de enfoque territorial provoca que los delitos menores —que en realidad son los más frecuentes y lesivos para la ciudadanía— sigan creciendo sin control.
En el fondo, las autoridades han confundido “controlar al crimen organizado” con “garantizar seguridad pública”, cuando son fenómenos distintos. El primero responde a una lógica de poder; el segundo, a una lógica de bienestar. Mientras no se reconozca esa diferencia, México seguirá atrapado en un modelo reactivo que persigue capos pero no protege comunidades.
Un cambio de rumbo: del dato al ciudadano
Superar esta crisis de percepción y efectividad exige un reenfoque integral de la estrategia de seguridad. No basta con más operativos ni con nuevos cuerpos policiales; se necesita un cambio de paradigma que coloque al ciudadano en el centro de las políticas públicas.
a) Es indispensable priorizar los delitos del fuero común a partir de indicadores de impacto ciudadano. Las autoridades deben medir el éxito no solo por las detenciones, sino por la reducción de robos, extorsiones o violencia familiar en zonas específicas. En otras palabras, la percepción debe ser un indicador tan relevante como la estadística.
b) Se requiere una asignación presupuestal específica para fortalecer las capacidades de investigación y prevención de los delitos locales. No puede haber seguridad sin investigación criminal efectiva, y no puede haber investigación sin recursos. El fortalecimiento de las policías municipales y estatales debe ser una política de Estado, no un compromiso retórico.
c) Es urgente reconstruir la coordinación entre los tres niveles de gobierno. La seguridad no puede depender del despliegue intermitente de la Guardia Nacional, sino de la articulación constante entre autoridades locales, ministerios públicos y fiscalías. Un sistema integrado, con canales claros de información y responsabilidad compartida, permitiría respuestas más rápidas y sostenidas.
d) El gobierno debe invertir en confianza ciudadana. Si la población no denuncia, la información sobre delitos será incompleta y las políticas, ineficaces. Para ello se necesitan mecanismos de denuncia seguros, presencia policial cercana y programas comunitarios que fortalezcan el vínculo entre la gente y las instituciones.
Finalmente, las métricas de éxito deben cambiar.
El Estado debe dejar de medir su desempeño únicamente con base en cifras de homicidios o detenciones. La percepción de seguridad, la reducción de delitos patrimoniales y la satisfacción ciudadana con los servicios policiales son indicadores más honestos del bienestar social.