Lo que está en juego en las acciones (selectivas) de la presidenta Sheinbaum para investigar y perseguir las redes de corrupción y criminalidad en las que han participado algunos miembros de la coalición gobernante no podría ser más importante. Está en disputa, nada más y nada menos, el rumbo hacia el que avanzará el proceso de consolidación del nuevo régimen político mexicano.
El régimen criminal de Tabasco y su impacto nacional
La semana pasada analicé las tres áreas cruciales para la estabilidad política de México que estarán moldeadas por las decisiones que el gobierno de Sheinbaum tome en el combate contra el huachicol fiscal: la relación bilateral con Estados Unidos (que puede ser de mayor subordinación o mayor autonomía), el balance de poder y las reglas no escritas de la relación cívico-militar, así como la correlación de fuerzas en la coalición gobernante (y, por consiguiente, el nivel de influencia que tendrán cuadros mafiosos en Morena y el gobierno).
Dedicaré esta columna a plantear las áreas estratégicas en las que incidirán las decisiones que la presidenta y su círculo cercano tomen en el caso de Adán Augusto López y Hernán Bermúdez Requena.
Primero una aclaración: es evidente que la presidenta no cruzará algunas líneas rojas y que las acciones contra la corrupción, el tráfico de influencias y los vínculos criminales de miembros de la coalición gobernante siempre serán selectivas y arbitrarias, balanceando consideraciones partidistas (aumentar la ascendencia presidencial sobre el partido), electorales (no afectar la popularidad de Morena), políticas (no tocar puntos sensibles para la estabilidad política ni afectar a AMLO o su círculo cercano) y hasta personales (no perseguir a personas cercanas a Sheinbaum o a quienes la presidenta les debe deudas políticas).
El caso de Bermúdez Requena, quien era a la vez líder policial y jefe criminal en Tabasco, y de Adán Augusto López, quien se ha lavado las manos descaradamente pese a haber encumbrado a ese personaje en el gobierno tabasqueño, es un ejemplo perfecto de lo que mi compañero de páginas y experto en seguridad, Armando Vargas, denomina “régimen criminal”.
Vargas sostiene que “un régimen criminal cuenta con los siguientes rasgos: i) las organizaciones criminales detentan la máxima autoridad, ii) el crimen organizado regula a voluntad cualquier actividad política, económica y social, buscando su fortalecimiento organizacional, iii) operan fuera de toda norma escrita, y iv) carecen de límites temporales y geográficos”. Tabasco, bajo Adán y Bermúdez, es un ejemplo claro de estas condiciones, pero no es el único caso. Hay muchos otros estados y municipios que podrían considerarse regímenes criminales en México.
En el caso de Tabasco, la presidenta optó por menoscabar al régimen criminal mediante la persecución a Bermúdez y el debilitamiento político de Adán, puesto que la ofensiva mediática contra López Hernández no habría podido ocurrir sin el visto bueno de Palacio Nacional, aunque al parecer el senador tiene impunidad jurídica garantizada. Al mismo tiempo, es evidente que la presidenta no considera necesario o pertinente desarticular otros regímenes criminales, por ejemplo, Sinaloa, (in)gobernado por Rubén Rocha.
El problema al que arrojan luz estos casos es el entrelazamiento de la esfera política y la arena criminal. Ya no son campos separados, que en ocasiones negocian e interactúan; son, más bien, espacios interconectados e interdependientes. Dicho de manera simple: la actividad política depende en cada vez mayor medida del crimen organizado y, a su vez, los negocios delictivos necesitan de la participación activa de políticos y funcionarios.
No es un problema nuevo para Morena. Ahí estaba el caso de Sergio Carmona para quien quisiera verlo. La novedad es que los elementos mafiosos de la coalición gobernante estaban siendo más descarados, se habían empoderado demasiado y estaban actuando de manera autónoma para obtener beneficios personales.
A principios de sexenio, Humberto Beck advirtió que, pese a que el gobierno de Sheinbaum con sus supermayorías legislativas y su reforma judicial parecía todopoderoso, en realidad su espacio de acción política estaba sumamente acotado desde dos flancos: por un lado, el crimen organizado y su control territorial, y por otro, las Fuerzas Armadas, de las cuales se ha vuelto dependiente el Estado mexicano.
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El caso del huachicol fiscal mostrará si el gobierno civil es capaz de sacudirse (o al menos disminuir) esa dependencia y reequilibrar la relación cívico-militar. El caso de Adán Augusto y Bermúdez Requena demostrará si el gobierno logra desarticular algunos regímenes criminales que se han conformado en distintas partes del territorio nacional. (Que consiga desmantelar todos parece francamente imposible).
Ambos temas serán cruciales para el rumbo que tome la consolidación del nuevo régimen político mexicano: ¿se consolidará como un régimen militarista, mafioso y violento o como uno civilista, ordenado y pacífico con límites frente a la corrupción, el tráfico de influencias y las redes de criminalidad construidas al amparo del poder público? Lo más seguro es que el resultado sea un híbrido entre estas dos opciones, pero las decisiones y omisiones de la presidenta serán fundamentales para determinar hacia qué lado se inclina la balanza.
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Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.