El activista político Charlie Kirk, quien era cercano a Donald Trump y una figura importante del movimiento conservador en Estados Unidos, fue asesinado la semana pasada. Su homicidio se suma a una larga lista de ataques de violencia política en suelo estadounidense.
Retrato de una sociedad rota

Tan sólo en meses recientes, Trump mismo fue víctima de un intento de homicidio ; la residencia del gobernador demócrata de Pennsylvania, Josh Shapiro , fue deliberadamente incendiada; la familia de Nancy Pelosi , una de las figuras principales del Partido Demócrata, también sufrió un ataque en su casa, y dos legisladores de Minnesota sufrieron un atentado con arma de fuego (uno de ellos murió y el otro quedó herido).
Son tan sólo algunos ejemplos ilustrativos, no exhaustivos, de los atentados recientes motivados por causas políticas en Estados Unidos. Algunos expertos estadounidenses argumentan que “lobos solitarios” han llevado a cabo todos estos ataques: no se ha tratado de grupos organizados, sino de individuos que por sí mismos planean y ejecutan los ataques. Por tanto, arguyen, atender el ascenso de la violencia política en Estados Unidos será difícil pero no imposible, pues es más fácil lidiar con individuos que con grupos organizados que ejercen actos de violencia política mejor planeados, como parte de una trama más estructurada y con objetivos bien definidos.
La solución está —parecen concluir estos expertos— en fortalecer la regulación de la compraventa de armas y que la clase política llame a la moderación y sea el ejemplo de civismo y pluralismo ante la sociedad. Me parece que se equivocan rotundamente tanto en su diagnóstico como en sus propuestas.
En primer lugar, cabe decir que la violencia política ha sido más una regla que una excepción en la historia estadounidense. Sólo por citar algunos ejemplos notorios, figuras de la talla de Abraham Lincoln, Martin Luther King, John F. Kennedy y Ronald Reagan fueron blancos de ataques homicidas, la mayoría de las veces exitosos. Por tanto, es cierto que la violencia política está alcanzando niveles inusuales y alarmantes en Estados Unidos, pero es erróneo pensar que el problema es simplemente coyuntural, pues la violencia está profundamente enraizada en la cultura política de aquel país.
En segundo lugar, es cierto que el tema del fácil acceso a armas de alto poder para cualquier ciudadano es un grave problema y que restringirlo sería fundamental para reducir la violencia política. Sin embargo, el problema de las armas de fuego no es de política pública, sino de política a secas (una muestra más de la inútil diferenciación entre politics y policy en el mundo anglosajón).
Para el Partido Republicano regular la venta de armas es un tema prohibido, tanto por los fondos que reciben de las empresas de armamento como por motivos ideológicos: genuinamente, glorifican la capacidad de tener armas de fuego para la defensa personal y familiar como un signo de libertad, autonomía e individualismo.
Por último, pensar que la clase política actual de Estados Unidos es capaz de llamar a la autocontención y dar un ejemplo de civismo y tolerancia es ingenuo. El exhorto velado de Trump y otros líderes republicanos a responder con violencia al asesinato de Kirk así lo demuestra.
El error principal de estos analistas es que minimizan el grado de fractura social y disfuncionalidad política de Estados Unidos. Una película reciente, Eddington del director Ari Aster, es un retrato preciso y agudo de esta sociedad rota.
No arruinaré la película para quien no la ha visto. Sólo diré que Eddington transcurre en un pueblo pequeño en Nuevo México, en medio de la pandemia de Covid-19. Pero la enfermedad no es el tema central de la película, sino el escenario en el que se desdobla la trama, una historia surrealista que, por medio de la exageración absurda y la ironía, señala las tensiones y las contradicciones, al parecer irreconciliables, entre distintos sectores de la sociedad estadounidense.
La profundidad de Eddington como crítica social radica en que nadie sale bien parado: ni las corporaciones, ni los activistas sociales, ni la izquierda, ni la derecha. Nadie. La película se burla de la hipocresía de ciertos sectores progresistas que solamente se concentran en las reivindicaciones identitarias y simbólicas, olvidando el mundo material y el sistema económico como ejes de la injusticia social. Pero también se mofa de grupos conservadores que creen cualquier teoría de la conspiración que ven en internet, por más descabellada que sea, y cuya acción política está motivada, precisamente, por ese pensamiento conspiranoico.
Tanto unos como otros —parece sugerir Aster— fundamentan su acción política en premisas confusas o erróneas y, por tanto, intentan resolver problemas superfluos, secundarios o, en el peor de los casos, ficticios, mientras que los problemas políticos y socioeconómicos de fondo siguen ahí, creciendo frente a sus narices.
El error de Eddington está en construir una falsa equivalencia entre los efectos nocivos y el grado de responsabilidad de conservadores y progresistas en la descomposición estadounidense. Aun así, vale la pena ver el filme: es un fiel retrato de una sociedad rota y que no parece contar con las herramientas para reparar esas fracturas. El asesinato de Kirk es tan sólo un síntoma más de ese quiebre social.
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Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.