Trump está interesado en demostrar la supuesta supremacía estadounidense por medio de la fuerza. Además, bajo la retórica de “Estados Unidos primero”, el país parece estarse encerrando en sí mismo.
La nueva era del imperialismo estadounidense
![Trump creará una oficina religiosa en la Casa Blanca y combatirá prejuicios "anticristianos"](https://cdn-3.expansion.mx/dims4/default/9831f5b/2147483647/strip/true/crop/1800x1013+0+0/resize/1200x675!/format/webp/quality/60/?url=https%3A%2F%2Fcdn-3.expansion.mx%2Fc1%2F90%2Fbdc4ad18403189840db345703ca8%2Ftrump-creara-una-oficina-religiosa-en-la-casa-blanca-y-combatira-prejuicios-22anticristianos-22.jpeg)
Un rasgo particularmente novedoso y preocupante del nuevo imperialismo estadounidense es el desdén de Washington por las normas y las instituciones internacionales. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos fue el principal impulsor y arquitecto de un orden global para darle certeza y estabilidad a las relaciones internacionales. No se trataba de un orden internacional justo, equitativo o neutral. Ése no era su objetivo. Su propósito era la estabilidad y contar con canales institucionales y reglas para dirimir las controversias entre Estados de manera ordenada y, preferiblemente, pacífica.
Este entramado de normas e instituciones siempre estuvo sesgado para proteger los intereses de Estados Unidos y sus aliados. Y el propio Washington rompía las reglas del juego cuando lo creía conveniente (por ejemplo, en la guerra contra Iraq). Sin embargo, Estados Unidos solía ejercer su influencia internacional mediante la imposición de este orden internacional a sus aliados y rivales. Así, Estados Unidos era una especie de árbitro o policía que vigilaba que las normas se cumplieran y castigaba a los infractores.
Hoy, con Trump a la cabeza, Estados Unidos ya no está interesado en defender este orden internacional. Estados Unidos está empezando a ejercer su poder rompiendo las reglas del juego y no vigilando que se cumplan. Washington está pasando de ser un policía que castiga a quien infringe las normas a ser un pandillero que amenaza a sus rivales, abusa de sus supuestos amigos y no duda en ejercer la violencia contra quienes considera inferiores.
Más aún, Washington está promoviendo la demolición del orden internacional que creó. Su salida de la Organización Mundial de la Salud y su inasistencia a la Cumbre del G-20 en Sudáfrica son buenos ejemplos de ello.
Otro rasgo llamativo del nuevo imperialismo estadounidense es de carácter ideológico. El historiador Odd Arne Westad argumenta que las disputas entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría no pueden explicarse simplemente en términos geoestratégicos y militares. Los conflictos entre ambas superpotencias en distintos territorios no obedecían solamente a fines económicos y de defensa.
Por el contrario, Washington y Moscú tenían ideas universalistas que querían expandir por todo el planeta. Los líderes de ambos países realmente creían que su modelo de desarrollo era intrínsecamente superior al de su rival y se sentían en la obligación de difundirlo por todo el mundo para impulsar la modernización, la prosperidad y —según cada caso— la libertad o la igualdad en todos los pueblos.
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La caída de su rival soviético redujo la urgencia del afán universalista del liberalismo estadounidense. Sin embargo, éste jamás se esfumó. Ante lo que suponían una victoria indiscutible del liberalismo sobre el socialismo, las élites gubernamentales, empresariales, culturales e intelectuales de Estados Unidos se dedicaron a promover valores como la meritocracia, el consumismo, el individualismo, las libertades económicas y la democracia electoral en todo el mundo.
Así, desde que se concibió como un imperio, Estados Unidos había deseado moldear al mundo a su imagen y semejanza. Incluso, en las caricaturas de los diarios estadounidenses de fines del siglo XIX y principios del XX, una imagen muy común que se observa es la de Estados Unidos representado como un caballero civilizado, inteligente y avanzado llevando el progreso, la libertad y la modernidad a los pueblos “atrasados”, representados como niños pequeños y bobos de piel oscura.
Es decir, Estados Unidos se concebía a sí mismo como el faro que iluminaría al resto de los países para llevarlos por el camino de la libertad, la prosperidad y el progreso. Hoy, con Trump, esto ha cambiado. El imperialismo de Trump no parece tener afanes universalistas. No parece interesado en difundir los valores de la democracia y el libre mercado en el resto del mundo.
Más bien, Trump está interesado en demostrar la supuesta supremacía estadounidense por medio de la fuerza. Además, bajo la retórica de “Estados Unidos primero”, el país parece estarse encerrando en sí mismo. Lejos de concebirse como el profesor intransigente que le enseña a sus pupilos a ser civilizados, prósperos y modernos, Estados Unidos se está percibiendo como el ricachón del vecindario interesado en proteger y extender sus tierras e imponer mayores medidas de seguridad para que a nadie se le ocurra, ni siquiera, pisar su césped.
Algunos analistas estadounidenses quieren retratar estos cambios en la política exterior de su país como la retirada táctica de un imperio que sabe que dejará de serlo, por lo que prefiere abandonar posiciones gradualmente y cuidar la estabilidad interna para evitar una caída estrepitosa (como la de Roma, Constantinopla, el Imperio Austrohúngaro o la Rusia Soviética). Pero este análisis es errado: Trump no está interesado en una retirada táctica; más bien, está proponiendo un nuevo modelo de imperialismo estadounidense, más burdo y violento.
No parece que ello vaya a detener el gradual declive de la hegemonía estadounidense. Lo que seguramente sí hará es crear un orden internacional más inestable, volátil, impredecible y violento. La siguiente semana analizaré las consecuencias de esta nueva era del imperialismo estadounidense para México.
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Nota del editor: Jacques Coste ( @jacquescoste94 ) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.