Por un lado, bajo el gobierno de López Obrador, el Estado se volvió dependiente de los militares para realizar sus labores más básicas, por lo que los cuerpos castrenses ejercen un grado desproporcionado de poder e influencia sobre sus pares civiles. De este modo, las Fuerzas Armadas cuentan con las herramientas para impulsar sus propios intereses —por encima de varios funcionarios civiles y grupos políticos de Morena— y para incidir en las decisiones del gobierno federal.
Por otro lado, las organizaciones criminales, en la práctica, son las entidades que regulan la vida económica, política y social en diversas regiones de México. En estas zonas, la coalición morenista es incapaz de imponer su poder por sí sola: o bien lo comparte con las organizaciones delictivas mediante la negociación de normas y límites, o bien es totalmente impotente ante ellas.
Sin embargo, los límites que estos dos poderes fácticos —el Ejército y el crimen organizado— le imponen a Morena no es la única diferencia respecto al PRI clásico. La relación entre el partido gobernante y estos dos poderes es otra diferencia crucial.
Me explico: tanto el crimen organizado como las Fuerzas Armadas existían y ejercían poder desde el régimen posrevolucionario y el PRI, al igual que Morena, se veía obligado a negociar constantemente con estos actores. No obstante, la gran diferencia es que el PRI clásico llevaba la sartén por el mango en las negociaciones. Cuando un funcionario federal o un cacique local del PRI se sentaba a negociar con un mando militar o un capo criminal, el priista era la voz cantante en la mesa: si bien negociaba, al PRI le alcanzaba el poder para dictar los términos de dichas negociaciones.
En contraste, dudo mucho que Morena sea la parte dominante en la relación con los grupos criminales más poderosos y mucho menos con las Fuerzas Armadas. El PRI clásico construyó un complejo entramado de mecanismos políticos para asegurar el sometimiento del poder militar al poder civil. Morena, hasta el momento, carece de estos mecanismos y, por el contrario, los cuerpos castrenses han aumentado sus recursos para influir en las decisiones del gobierno civil.
Asimismo, el PRI clásico tejió una densa red de acuerdos informales para permitir la operación de grupos criminales sin que la violencia estallara. Morena, hasta el momento, tampoco cuenta con una red de esta naturaleza y en territorios que el partido oficialista gobierna —como Chiapas, Guerrero, Sinaloa y Tabasco— es claro que el crimen organizado pasa por encima de su autoridad con enorme facilidad.
Otro motivo por el que la comparación entre Morena y el PRI clásico simplemente no se sostiene —al menos en términos de ejercicio del poder— es por el abanico de recursos y mecanismos de ambos partidos para poner en marcha sus proyectos políticos.
Cuando un mandatario priista buscaba ejecutar una política pública, la negociación con los actores involucrados y afectados era la primera opción. En caso de que ésta fracasara, el PRI contaba con un amplio abanico de recursos —desde el soborno y la cooptación hasta las amenazas y la represión— para convencer a las voluntades necesarias de apoyar sus proyectos, lo que hacía que éstos alcanzaran un gran nivel de legitimidad y facilitaba su puesta en marcha.
Morena no cuenta con estos recursos, al menos no por ahora. Tiene el poder suficiente para imponer sus decisiones, lo cual no es poca cosa y le permite poner en marcha muchos de sus proyectos. Sin embargo, Morena muestra complicaciones enormes cuando se ve obligado a negociar sus acciones. Esta falta de pericia y disposición para negociar fue visible, por ejemplo en la reforma judicial, la cual hubiera podido aprobarse con algunos cambios si se negociaba con un puñado de legisladores de oposición. Sin embargo, Morena prefirió imponerse y doblar a legisladores opositores con amenazas legales.