No importa que en los hechos, ya sea por las designaciones que ha hecho para su futuro gabinete o en algunas de sus declaraciones públicas, esté mostrando una ruta diferente. Eso no es suficiente. Hay una necesidad sensacionalista latente de que haya ruptura melodramática.
Incluso desde su nombramiento como candidata, se le señaló de ser una mujer impuesta por un hombre. Pero nunca se hizo el mismo señalamiento con la otra candidata, que fue claramente impuesta por tres patriarcas. La vara de medición ha sido muy dispareja en ese sentido.
Si tratamos de analizar con sensatez y madurez, no tiene sentido clamar por un rompimiento por varias razones. La primera es que no solo es emanada de la 4T, sino que ha sido formada políticamente bajo el cobijo de López Obrador.
En todas las fuerzas políticas, hay personajes que van formando a otros; y éstos a su vez, si son de cierta calidad, seguirán formando a más. Eso es lo que mucho tiempo durante las buenas etapas del PRI permitió tener cuadros políticos de cierta calidad.
La política, en buena medida, se basaba en valores compartidos, y de manera muy importante, en la lealtad. Un valor que hoy ya no significa mucho, y que pareciera que hasta estorba. Pero que define a los políticos y a las personas de ciertos principios.
Hoy vemos ejemplos de sobra, que no son tan señalados por tratarse del núcleo que tanto critica. Alito Moreno y Marko Cortés, a quienes tanto impulsaron y defendieron los críticos de la 4T y sus pseudointelectuales, son los más grandes ejemplos de cómo la lealtad ya parece un anti valor.
Hoy, Alito se muestra más cínico que nunca en sus prácticas de traición, atacando sin razón a un cuadro tan importante de la política como lo es Manlio Fabio Beltrones. Beltrones fue clave en el desarrollo y crecimiento político de Alito.
Sin embargo, lo traicionó cínicamente desde que fueron Senadores juntos, demostrando su total falta de lealtad. Y ahora, se lanza contra él por el simple hecho de que ha señalado que lo que hoy hace Alito está mal, es anti ético y falto de integridad.
Lo mismo hizo en su momento con Beatriz Paredes, la otra gran figura que queda de la era política de principios, cuando contra cualquier actitud ética la quitó de la contienda interna por miedo, quitándonos a todos con ello cualquier posibilidad de una candidatura presidencial competitiva.
Marko ha hecho exactamente lo mismo en el PAN, marginando a todo aquel panista de principios que lo acompañó y guió en su ascenso político, y dejando de lado cualquier vestigio de los valores bajo los que se formó ese histórico partido.
Con todo esto, no se trata de argumentar que la lealtad debe ser ciega. De hecho, en las etapas de la buena política, la lealtad implicaba respeto a quien formó, pero no obediencia sumisa. Siempre había el espacio de forjar camino propio, sin necesidad de romper con los ascendentes.
Hoy se exige de la presidenta electa un desconocimiento a quien la forjó en la política, además en un momento en el que ella ni siquiera ha tomado protesta. Resulta no solo antiético, sino falto de cualquier sensatez.
Un rompimiento como el que muchos claman, antes de ser formalmente presidenta, es arriesgar en todos los frentes el inicio de su gobierno, en detrimento del propio país, solo para satisfacción de algunos cuantos, muchos de ellos enojados por sus propios errores de cálculo.
La presidenta electa ha mostrado visos de criterio propio. La composición de su futuro gabinete es uno de los principales. Pero también declaraciones cautelosas respecto de algunas de las reformas de López Obrador.
Por supuesto tampoco se puede esperar que tenga una visión diametralmente distinta, mucho menos contraria, a la del presidente. Pero tanto ahora, como durante su gestión en la CDMX, ha sido claro que sí tiene ideas propias, y con ángulos distintos.