Los gobiernos ejercen la censura suave de manera selectiva y quirúrgica para deshacerse de los críticos que les causan especial incomodidad, mientras permiten que otros críticos menos incómodos conserven sus espacios mediáticos, para así mantener la apariencia de tolerancia, democracia y pluralidad.
Un ejemplo de censura suave es presionar desde el Poder Ejecutivo a una televisora para que le retire su noticiero a un presentador incómodo para el gobierno o a un periódico para que sustituya a plumas críticas por columnistas afines al proyecto político en turno, y al mismo tiempo, permitir que otros analistas y periodistas disidentes mantengan sus espacios en los mismos medios, para así dar la impresión de que, en realidad, no hubo censura.
Otros ejemplos son las asignaciones selectivas de publicidad oficial para premiar y castigar a medios afines o disidentes, respectivamente, o bien los telefonazos de políticos poderosos a comunicadores y directivos exigiendo cuentas por determinadas notas, solicitando que bajen el tono de las críticas o pidiendo que agreguen analistas oficialistas a las mesas de debate para “balancear” las opiniones disidentes.
La censura suave tiene una larga historia en México. El régimen priista era un maestro para emplearla y, desde entonces, las prácticas persisten.
La transición democrática abrió espacios para la libertad de expresión, pero la censura suave jamás desapareció. A nivel local, muchas prácticas de censura suave se fortalecieron en los enclaves autoritarios en los que muchos estados se convirtieron. Además, las amenazas y los ataques del crimen organizado contra la prensa añadieron un nivel de complejidad al asunto y contribuyeron a restringir la libertad de expresión.
A nivel nacional, todos conocemos casos famosos de censura suave, como la que ejercieron el gobierno de Enrique Peña Nieto contra Carmen Aristegui o la administración de Felipe Calderón contra José Gutiérrez Vivó. Pero hay decenas de otros casos de comunicadores con menor renombre que también enfrentaron la censura suave del gobierno federal en este período.
Así, el resultado de la transición democrática fue ambivalente en este respecto. Por un lado, la censura suave no desapareció e incluso se fortaleció a nivel local; pero, por otro lado, gracias a la acción colectiva de periodistas y activistas valientes, se gestaron espacios para la discusión pública, el debate de ideas, el periodismo de investigación y la libertad de expresión en su conjunto.
Con López Obrador, la censura suave ha adquirido nuevos bríos y se ha recrudecido en la recta final del sexenio. El modus operandi de la censura suave ejercida por este gobierno —liderada principalmente por Jesús Ramírez Cuevas— es el siguiente: deshacerse de las plumas y las voces críticas más lúcidas, balanceadas y que analizan con más matices (sobre todo, desde posiciones de izquierda o de derechos humanos), para así solamente dejar espacios para la crítica estridente y desmesurada, aquélla que el obradorismo puede caricaturizar como "oposición conservadora".
Se trata de un razonamiento maquiavélico y perverso, pero también muy astuto y eficiente. Para el obradorismo, es funcional enfrentar a críticos estridentes y desmesurados, o bien a aquéllos que son conocidos por sostener posiciones liberales (incluso neoliberales) o tecnocráticas. Ese tipo de críticas sirven para que el obradorismo se posicione como el defensor de las clases populares frente a las élites liberales y ayudan a contrastar las acciones de este gobierno con las de sus predecesores.