En la primera quincena del 2024 hubo tres episodios, cada uno emblemático a su manera aunque todos muy lejos de cualquier ejemplaridad, que retratan con atroz franqueza cuánto ha cambiado –o, para decirlo con más exactitud, cuanto se ha deteriorado– la política mexicana durante estos años de “transformación”. No es que antes no abundaran episodios más o menos por el estilo, es que estos acusan un rasgo de singularidad, de diferencia, que da la impresión de inaugurar un nuevo nivel de descompostura de la vida pública. Postulo que hay en ellos una muy ostensible transgresión de eso que Norbert Elías –el gran sociólogo del proceso civilizatorio– denominaba los “umbrales de vergüenza”, en este caso de vergüenza política. En otras palabras, que estamos ante tres muy ilustrativos ejemplos de la erosión de ciertos mecanismos elementales pero importantísimos de autocontrol, de cierto pudor o cierta dignidad, en el comportamiento esperable por parte de las personas que ejercen algún tipo de poder.
Desvergüenzas políticas
El primero es el episodio de la fallida ratificación de la ahora exfiscal capitalina, Ernestina Godoy. El Congreso de la CDMX está compuesto por 66 diputaciones, Godoy necesitaba 44 votos y desde mediados de diciembre pasado quedó claro que la aritmética parlamentaria no la favorecía. Al final obtuvo 41, perdió. El asunto es que en su empeño por lograr los votos que le faltaban, la coalición oficialista recurrió a tácticas de persuasión –por llamarlas de algún modo– de una rudeza francamente gangsteril: chantajes, intimidaciones, amenazas, en fin, formas de “negociar” más propias de un cártel de la delincuencia organizada que de un gobierno democráticamente constituido. No es que la política sea siempre integridad y recato, desde luego; es, más bien, que en este caso hubo un descaro que rebasó el límite de al menos tratar de disimular. Cuesta mucho trabajo reconciliar esa manera tan escabrosa de hacer política con el hecho de que lo que estaba en juego era quién sería la persona encargada de la procuración de justicia en la Ciudad de México.
El segundo episodio es el que protagonizó el dirigente nacional del PAN, Marko Cortés, al hacer públicos los términos en los que se negoció la alianza opositora en Coahuila el año pasado. En el contexto de un pleito con el gobernador aliancista Manolo Jiménez, quien habría incumplido con lo estipulado en el “convenio” (cabe reconocer que hubo prudencia en no llamarle reparto del botín), Cortés publicó un documento en redes sociales que mostraba, literal, que en caso de ganar Jiménez se había comprometido a darle al PAN no solo algunas candidaturas, puestos en el gabinete y en la estructura más amplia del gobierno estatal (al tratarse de un gobierno de coalición, hasta ahí nada anómalo), sino también entregarle el Instituto de Transparencia, 20% de las direcciones de los planteles educativos y universidades, 6 notarías y la ratificación de un magistrado (instancias todas injustificables, que no tendrían por qué formar parte de una negociación electoral entre partidos políticos). ¿En qué estaba pensando Marko Cortés no solo al negociar esos “detalles” sino, más aún, al exhibirlos? Hasta los más curtidos defensores del realismo político entienden, como dice la frase (apócrifa) de Bismarck que “la política es como las salchichas: es mejor no saber cómo se hacen”. Cortés se exhibió no solo como un pillo, sino como un pillo muy estúpido.
Y el tercero es el episodio del presidente de la República sembrando insidia en el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. A una pregunta sobre los avances de la investigación en una de sus conferencias mañanera, el presidente se dejó ir contra los padres, los especialistas del GIEI, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y hasta los jesuitas: “yo ya no les tengo confianza”, “¿qué quieren?, ¿qué buscan?, ¿qué nunca sepamos nada?, ¿qué no se detenga a nadie?, ¿qué me tengan a mí como rehén?”. Ya no solo respalda a las fuerzas armadas (algo quizá inevitable en un jefe de Estado), sino que además arremete directamente contra los familiares de los desaparecidos y los defensores de Derechos Humanos que los apoyan. Como si el asunto no fuera más que una grilla insustancial, una expresión de la refriega política cotidiana, otro ataque de “los conservadores” en su contra. Su negligencia no solo es inmoral y narcisista, es desfachatadamente cruel.
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