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La desaparición de personas es la mayor tragedia de México

Como sociedad, nos hemos acostumbrado al horror a grado tal que permanecemos indiferentes frente a la proliferación generalizada de uno de los crímenes más atroces que se puede cometer.
mié 30 agosto 2023 06:00 AM
desaparecidos
En México hay más de 100,000 carpetas de investigación abiertas por desapariciones de personas.

“En México, los desaparecidos desaparecen tres veces: La primera, cuando los ‘levantan’. La segunda, cuando las policías y fiscalías ignoran o destruyen evidencias relevantes para su localización. Y la tercera, cuando el gobierno manipula las estadísticas para lavarse la cara”. Claudio Lomnitz

Hoy, 30 de agosto, se conmemora el día internacional de la desaparición forzada. En México, un país con más de 110,000 personas desaparecidas —reconocidas oficialmente, aunque probablemente haya mucho más— y con incontables fosas clandestinas, debería ser un día de luto nacional, por un lado, y potentes movilizaciones sociales, por el otro.

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La triste realidad es que ninguna de esas dos cosas ocurre. Por supuesto, los colectivos de búsqueda de personas, las víctimas de las desapariciones —y con esto me refiero a las familias, que no son “familiares de víctimas”, sino víctimas a secas—, las organizaciones de derechos humanos, los académicos, periodistas y activistas interesados en estos temas, y algunos ciudadanos solidarios se movilizan para reclamar verdad y justicia, pero estas manifestaciones están lejos de alcanzar un carácter masivo y generalizado.

Es algo muy difícil de asimilar: como sociedad, nos hemos acostumbrado al horror a grado tal que permanecemos indiferentes frente a la proliferación generalizada de uno de los crímenes más atroces que se puede cometer. Quiero ser muy enfático en este punto: la desaparición de personas es uno de los actos más terribles que se puede perpetrar.

En primer lugar, la brutalidad de este delito radica en que las personas desaparecidas pierden el derecho a existir. En muchos casos pierden la vida, pero no sólo me refiero a eso. Cuando una persona desaparece, lo hace sin tener oportunidad de despedirse de sus seres queridos, mientras que sus familiares y amigos quedan en la total incertidumbre sobre el paradero y el destino de esa persona. Esto produce un vacío, una impotencia y un dolor insoportables para ambas partes.

En caso de que la persona desaparecida sea asesinada, los perpetradores harán todo lo posible por ocultar su delito y los restos de la persona, por medio de desmembramientos, incineraciones, mutilaciones, corrosión, fosas clandestinas y otros mecanismos igualmente viles. Por tanto, se alarga esa terrible incertidumbre para los familiares, los amigos o la pareja de la persona desaparecida y no sólo eso, sino que se ven impedidos a pasar por un proceso de duelo y cierre, lo que prolonga, ahonda y torna más doloroso el sentimiento de pérdida.

Prácticamente todos los pueblos y todas las culturas humanas comparten la particularidad de realizar ritos funerarios, casi siempre colectivos, con la participación de las personas cercanas a quien falleció. Esto ayuda a las personas a lidiar con el dolor de la pérdida y a vivir un proceso de duelo y, eventualmente, aceptación y resignación. La desaparición clausura esa posibilidad.

En caso de que la persona desaparecida permanezca con vida, es probable que los perpetradores la obliguen a realizar trabajos forzados de distinta índole, que la sometan a torturas crueles y degradantes, o que la incorporen a alguna red de tráfico de personas o explotación sexual. En nuestro país, todo esto es más común de lo que pensamos.

Los patrones, los motivos y las dinámicas de la desaparición cambian mucho según la región del país de la que hablemos, pero el punto en común de todos los casos es el dolor indecible de las víctimas (insisto, las personas desaparecidas y sus familiares son víctimas por igual).

Para dimensionar la crisis que vivimos, pensemos que hay 110,000 personas desparecidas (apegándonos a los números oficiales, pero probablemente la cifra es mayor) y que cada una de ellas tiene un círculo cercano de (por decir un número) 10 personas muy queridas, entre pareja, familiares y amigos. En ese caso, habría en México más de un millón de personas sufriendo una tristeza, un dolor, una frustración, una impotencia y una incertidumbre tan grandes que son imposibles de describir.

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Lo peor —lo más indignante— es que, en buena medida, todas esas personas están sufriendo ese dolor en soledad. Preciso: no en soledad total, sino acompañándose entre ellas, entre las madres buscadoras, los colectivos y familiares de víctimas, y con el apoyo de algunas organizaciones de derechos humanos, periodistas, activistas y académicos comprometidos.

Sin embargo, las víctimas no gozan de la empatía y la solidaridad de la sociedad en general. Por si fuera poco, se enfrentan al asedio de los grupos criminales, que muchas veces fueron los perpetradores de las desapariciones. Y para colmo, las víctimas también deben lidiar con un Poder Ejecutivo que les cierra las puertas y que quiere maquillar las cifras del horror para lavarse la cara; con unas fiscalías corruptas, opacas e ineficientes que las revictimizan; con unas Fuerzas Armadas que obstaculizan los esfuerzos de verdad y justicia; y con gobernadores y alcaldes que no podrían ser más indolentes y omisos.

Ése es el tamaño de la tragedia de la desaparición de personas en México.

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Nota del editor: Jacques Coste (@jacquescoste94) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022).

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