La triste realidad es que ninguna de esas dos cosas ocurre. Por supuesto, los colectivos de búsqueda de personas, las víctimas de las desapariciones —y con esto me refiero a las familias, que no son “familiares de víctimas”, sino víctimas a secas—, las organizaciones de derechos humanos, los académicos, periodistas y activistas interesados en estos temas, y algunos ciudadanos solidarios se movilizan para reclamar verdad y justicia, pero estas manifestaciones están lejos de alcanzar un carácter masivo y generalizado.
Es algo muy difícil de asimilar: como sociedad, nos hemos acostumbrado al horror a grado tal que permanecemos indiferentes frente a la proliferación generalizada de uno de los crímenes más atroces que se puede cometer. Quiero ser muy enfático en este punto: la desaparición de personas es uno de los actos más terribles que se puede perpetrar.
En primer lugar, la brutalidad de este delito radica en que las personas desaparecidas pierden el derecho a existir. En muchos casos pierden la vida, pero no sólo me refiero a eso. Cuando una persona desaparece, lo hace sin tener oportunidad de despedirse de sus seres queridos, mientras que sus familiares y amigos quedan en la total incertidumbre sobre el paradero y el destino de esa persona. Esto produce un vacío, una impotencia y un dolor insoportables para ambas partes.
En caso de que la persona desaparecida sea asesinada, los perpetradores harán todo lo posible por ocultar su delito y los restos de la persona, por medio de desmembramientos, incineraciones, mutilaciones, corrosión, fosas clandestinas y otros mecanismos igualmente viles. Por tanto, se alarga esa terrible incertidumbre para los familiares, los amigos o la pareja de la persona desaparecida y no sólo eso, sino que se ven impedidos a pasar por un proceso de duelo y cierre, lo que prolonga, ahonda y torna más doloroso el sentimiento de pérdida.
Prácticamente todos los pueblos y todas las culturas humanas comparten la particularidad de realizar ritos funerarios, casi siempre colectivos, con la participación de las personas cercanas a quien falleció. Esto ayuda a las personas a lidiar con el dolor de la pérdida y a vivir un proceso de duelo y, eventualmente, aceptación y resignación. La desaparición clausura esa posibilidad.
En caso de que la persona desaparecida permanezca con vida, es probable que los perpetradores la obliguen a realizar trabajos forzados de distinta índole, que la sometan a torturas crueles y degradantes, o que la incorporen a alguna red de tráfico de personas o explotación sexual. En nuestro país, todo esto es más común de lo que pensamos.
Los patrones, los motivos y las dinámicas de la desaparición cambian mucho según la región del país de la que hablemos, pero el punto en común de todos los casos es el dolor indecible de las víctimas (insisto, las personas desaparecidas y sus familiares son víctimas por igual).
Para dimensionar la crisis que vivimos, pensemos que hay 110,000 personas desparecidas (apegándonos a los números oficiales, pero probablemente la cifra es mayor) y que cada una de ellas tiene un círculo cercano de (por decir un número) 10 personas muy queridas, entre pareja, familiares y amigos. En ese caso, habría en México más de un millón de personas sufriendo una tristeza, un dolor, una frustración, una impotencia y una incertidumbre tan grandes que son imposibles de describir.