Llegó a Estados Unidos en los años 80, huyendo de la violencia de la atroz guerra civil que vivió su país en esa década. Tuvo que dejar a su esposa y a su hijo (aunque, por suerte, pudieron alcanzarlo unos meses más tarde). Realizó el viaje por tierra, sufriendo estafas, inclemencias y penurias en su paso por México. Finalmente, cruzó el Río Bravo a nado. Me cuenta que dos de sus compañeros de viaje murieron ahogados: “Por suerte, yo crecí en un pueblo pesquero. Sabía nadar. Ellos, no”, dice con semblante triste y compungido.
Pudo llegar a Nueva York gracias a una red de migrantes centroamericanos, solidarios entre sí, que lo condujo y lo ayudó. Fue lavaplatos en un restaurante, empacador en una fábrica, costurero en un taller de producción de abrigos de piel y, finalmente, taxista, el oficio que lleva desempeñando 25 años.
“Reagan me salvó”, me dice en tono serio: “él nos dio la residencia a todos los salvadoreños que huimos de la guerra”. Agrega: “Ése sí fue un gran presidente, no como los de ahora. Él sí tenía pantalones y sabía hacer las cosas. Por eso, en esa época Estados Unidos era tierra de oportunidades para quien las supiera aprovechar”.
La conversación sigue un rato. Una vez que adquiero la suficiente confianza, le pregunto por qué apoya a Donald Trump si es un político claramente xenófobo y racista. Me dice que me equivoco y me explica con naturalidad: “No está en contra de la migración. Sólo está en contra de que venga gente mala o perezosa, criminales o personas que no quieran trabajar duro. Yo estoy de acuerdo con eso. Yo salí adelante porque trabajé muy duro, pero ahora llega mucha gente que sólo quiere robar o tener las cosas fáciles, como las ayudas del gobierno o vivir de los impuestos de las otras personas… y pues eso no se vale”.
Y remata: “Trump me recuerda a Reagan, no tan bueno, ni tan listo, ni tan eficiente; pero algo de Reagan tiene. Lo que más me gusta es que quiere recuperar el sueño americano, ese que yo viví”.
Me despido del taxista y le deseo suerte. Al día siguiente, tomo el metro. Una señora se sienta junto a mí y me pregunta en español si tomó el tren correcto. Le digo que sí. Conversamos. Me cuenta que es ecuatoriana y que vino a Estados Unidos huyendo de la violencia, aunque de una violencia distinta.
Su marido trabajaba como jefe de seguridad en una aerolínea y un grupo criminal lo amenazó de muerte, luego de que se negó a ser cómplice de su red de transporte de cocaína. Su escape —también como el de muchos migrantes— fue ir “pa’l Norte”. Llevan en el país seis años y, con dos hijos adolescentes, la adaptación ha sido muy difícil.