Es alarmante el grado de incomprensión sobre este fenómeno y las interpretaciones simplonas al respecto que imperan en la discusión pública.
Por un lado, los partidos de la alianza Va por México y sus simpatizantes argumentan que el factor que marcó la diferencia entre Coahuila y el Estado de México fue la tasa de participación. En Coahuila, la participación rondó el 55%, mientras que en el Estado de México fue de alrededor de 49%. De acuerdo con la oposición, si más gente hubiese participado en el Estado de México, Alejandra del Moral hubiera ganado.
Varios líderes de la oposición han deslizado críticas contra los ciudadanos que no salieron a votar y, de manera velada, culpan al abstencionismo de su derrota electoral en el Estado de México.
Es cierto que la participación es un factor fundamental para explicar los resultados electorales y también es verdad que, en muchas ocasiones, una mayor participación tiende a favorecer a las oposiciones.
Sin embargo, los argumentos de la oposición son endebles, pues parten de la premisa de que los abstencionistas son, en el fondo, opositores a López Obrador, por lo que sólo hace falta un empujoncito para que salgan a votar en su contra. En otras palabras, piensan que el abstencionismo es una manifestación de oposición al gobierno y que quien no sale a votar siente un grado mayor de simpatía (o un menor nivel de repulsión) por la oposición que por el obradorismo.
Por otro lado, López Obrador y sus partidarios recurren constantemente al supuesto apoyo casi unánime del “pueblo” a su “movimiento” como fuente de legitimidad de todas sus acciones y decisiones. Esto también es cuestionable: si bien Morena es el partido con mejor imagen entre el electorado y el presidente goza de un alto nivel de aprobación social, el apoyo popular que presumen es exagerado, pues si gozaran del respaldo casi unánime del pueblo, éste saldría a votar masivamente a su favor.
En otros frentes, hay quienes recurren a explicaciones generales para entender el abstencionismo, como, por ejemplo, el desencanto global con la democracia liberal, el sentimiento ciudadano de que la realidad material no cambia esté quien esté en el poder, la ausencia de cultura cívica en México y las tasas de participación históricamente bajas en las elecciones de nuestro país.
Esas explicaciones tienen cierto grado de razón, pero considero que nadie está entendiendo cabalmente el silencio. Ni siquiera se está discutiendo con seriedad. Por supuesto, yo tampoco lo comprendo, pero hacerlo será crucial para quien se quiera tomar en serio la tarea de construir un proyecto de futuro para México.
Para vencer al silencio, los partidos no solamente tienen que mejorar su retórica y sus campañas. El discurso es importante, pero la cuestión es más profunda que un problema de narrativas y mensajes.