Parece que en cierta órbita del obradorismo los casi cinco años en el poder no han hecho mella en las ganas, en la necesidad o en la conveniencia de creer que las “buenas intenciones” son un criterio válido para evaluar a un gobierno. La tendencia a valorar las decisiones presidenciales, las políticas públicas o las propuestas legislativas a la luz de ese voluntarismo cándido, que confunde los deseos con la realidad y no distingue entre la falsa pureza del discurso y las flagrantes incongruencias de la gestión, sigue tan campante que uno se pregunta si sus adeptos no han caído en la cuenta de que la mayor parte del sexenio de López Obrador –más del 75%, para ser exactos– ya es historia. Su presidencia, en otras palabras, tiene más pasado que futuro: ya se puede examinar más por lo que fue que por lo que será. Seguir repitiendo que su virtud es que quiere hacer cosas buenas no puede ser, a estar alturas, más que una forma muy deliberada de desconocer el paso del tiempo e ignorar toda la información acumulada sobre lo dudosamente benévolo de esas intenciones y las perversas consecuencias que han producido.
Obradorismo: las intenciones y el tiempo
El despropósito está, para empezar, en asumir que las intenciones de cualquier político son susceptibles de ser conocidas por lo que dice. Como si la política no consistiera siempre en administrar las percepciones; como si no supusiera la necesidad de maniobrar con la ambigüedad, las contradicciones y los eufemismos; como si el oficio de los políticos no se tratara, como advirtió Giulio Mazarino en su breviario, de oscilar entre la simulación y el disimulo. Las voces a las que me refiero, sin embargo, insisten en que López Obrador es distinto porque es honesto y transparente –aunque al mismo tiempo, y sin reparar en la incoherencia, le celebren también sus pirotecnias retóricas, su astucia estratégica, incluso su capacidad de hacer pasar por ciertas cosas que saben que son falsas–. No, pensar que en política las palabras revelan la intención es un error. Y un error particularmente torpe. Tanto, de hecho, que cabe preguntarse si de veras lo creerán quienes lo cometen, o si no será una argucia a la que recurren para hacer pasar como análisis lo que es, más bien, proselitismo.
Con todo, el despropósito no termina ahí. Se prolonga con la presunción de que las “buenas intenciones” políticas deberán traducirse en buenos resultados, es decir, con la ingenuidad de que no importan los medios a través de los cuales una idea se convierte en un hecho: si la idea aparenta ser “buena”, sus consecuencias también lo tienen que ser. Vale la pena regresar a las memorables páginas que Max Weber escribió al respecto:
“No solo el curso de la historia universal, sino también el examen imparcial de la experiencia cotidiana, nos demuestran lo contrario […] El mundo está regido por demonios y quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que no es cierto que en su actividad sólo lo bueno produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño políticamente hablando”.
Y no se refería a una cuestión de edad. “Lo decisivo”, precisaba, era tener “madurez”, “solidez interior”, esa “educada capacidad para mirar de frente las realidades de la vida, soportarlas y estar a su altura”. Porque sin esa disposición para reconocer que, como dice el refrán, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno, la política deja de ser un asunto de responsabilidades para volverse una cuestión de convicciones.
Y el problema es que las convicciones, en política, solo saben admitir aquello que las corrobora, son inmunes a la evidencia que las contradice. Se privan, así, de la posibilidad del aprendizaje basado en la experiencia, de permitir que la amarga pero digna sabiduría del tiempo las corrija. La sucesión presidencial está a la vuelta de la esquina, pero ese obradorismo del que vengo hablando hace como si dicho horizonte no existiera, se muestra incapaz de hacer un corte de caja verdaderamente honesto de sus defectos, sus faltas y sus excesos. Atrincherado en la retórica de las “buenas intenciones” del presidente, se rehúsa a cotejarlas con los costos y las carencias que su administración está dejando en la vida cotidiana de los mexicanos. Su afán celebratorio, su manía triunfalista, la frivolidad de su obsesión con “hacer historia” no son, al final, más que gestos desesperados de impotencia frente al hecho de que el tiempo se acaba y el saldo de sus intenciones está en números rojos.
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