Ya no hay nada que puedan hacer las Fuerzas Armadas –ninguna falla, ningún abuso– que vaya a producir un cambio de rumbo. Ni poner en peligro la relación con Estados Unidos por presuntos vínculos con organizaciones criminales (caso Cienfuegos); ni boicotear la que hubiera podido ser la investigación de mayor impacto del sexenio (caso Ayotzinapa); ni descuidar la seguridad de sus sistemas de información y crear un flanco de vulnerabilidad extrema para el gobierno (caso Guacamaya); ni pretextar la seguridad nacional para no acatar auditorias ni solicitudes de transparencia (casos NAIM y Tren Maya); ni masacrar civiles desarmados (caso Nuevo Laredo); ni operar un centro ilegal de espionaje contra civiles (caso #EjércitoEspía). Es difícil ponerle una fecha exacta, pero es fácil reconocer que México ya cruzó el punto de no retorno. El nuevo poder militar llegó para quedarse.
El nuevo poder militar
Y llegó, además, no desafiando al Poder Ejecutivo sino de la mano con él. Porque en cada uno de esos (y otros) casos López Obrador ha optado no por deslindarse, no por ofrecer garantías de una investigación imparcial e independiente, sino por defender a las Fuerzas Armadas. “Les tengo confianza”, le dijo a la reportera Nayeli Roldán cuando lo confrontó con la ilegalidad del espionaje contra periodistas y defensores de derechos humanos, como si tener el privilegio de su confianza exentara a los militares de su obligación de cumplir la ley. Cuando ella le preguntó si el general Audomaro Martínez Zapata (director del Centro Nacional de Inteligencia, antes CISEN) podría acudir a una conferencia mañanera a aclarar el uso del software Pegasus durante su administración, le replicó que no: “no tiene por qué”, “ustedes no van a poner la agenda”, “¿por qué les vamos a hacer el caldo gordo?”. El intercambio fue francamente revelador, inequívoco, transparente. El periodismo exige rendición de cuentas, el presidente responde ofreciendo impunidad.
La conversación pública ha perdido mucho tiempo especulando si la lealtad de los uniformados está con la Constitución o con López Obrador, pero él no se cansa de dar muestras innegables de que es su lealtad, más bien, la que está con ellos. Lo que comunica, una y otra vez, es que el poder civil que él encabeza ya no está por encima sino al servicio del militar. Que el jefe del Estado Mexicano tenga que salir a dar la cara por las Fuerzas Armadas, a blindarlas políticamente, incluso a pagar todo el costo de sus fiascos y sus excesos, es en sí mismo el mensaje. Sus palabras lo reiteran, pero son secundarias. Lo más importante, lo esencial, es el gesto de protegerlas, en sentido figurado, con su propio cuerpo; de arroparlas como si fueran no responsables de hechos concretos que demandan explicaciones, sino objetos de una gran conspiración mediático-opositora que es imperativo desenmascarar. Los que portan las armas son las víctimas; quienes exhiben sus atropellos, los victimarios.
Más aún, los términos con que el presidente ha querido justificar su decisión de darle tantos encargos y recursos al Ejército en nada contribuyen a legitimar la supremacía del mando civil; al contrario, lo que hacen es menoscabarla. Porque si la milicia es más eficiente, más honesta y comprometida, ¿qué es entonces, por contraposición implícita, la administración pública? Si los soldados son “pueblo uniformado”, ¿qué es la burocracia? Si lo único que hacen las Fuerzas Armadas es cumplir con su deber leal y patrióticamente, ¿qué es lo que hacen quienes intentan fiscalizarlas, cuestionarlas o denunciarlas?
Ningún otro mandatario mexicano en la historia reciente había hecho tanto, ni de lejos, no solo por empoderar material y simbólicamente a los militares a costa de las autoridades civiles, sino por desactivar los controles y debilitar los límites a los que deben estar sujetos. El saldo de la “transformación”, en ese sentido, no será un país más seguro y democrático, será un México más injusto y arbitrario.
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