¿Cómo es que una coalición con mayoría en ambas Cámaras, que controla la mayor parte de las gubernaturas y es la que tiene más legisladores en los congresos estatales, con un presidente que ganó por mayoría absoluta y nunca ha dejado de tener aprobación mayoritaria, y que además tiene entre sus filas a los dos aspirantes presidenciales con mayor intención de voto, necesita demostrar tanta capacidad de movilización? ¿A quién necesita demostrársela? ¿Para qué?
La marcha del 13 de noviembre trató de defender a la autoridad electoral contra el proyecto de reforma que pretende suprimirla. El acto del 27 no fue para abogar por ese o ningún otro proyecto sino para aclamar al presidente. La primera propuso brindarle apoyo a una institución democrática bajo amenaza; la segunda, rendirle homenaje al propio líder político que la convocó. El contraste no podría ser más ilustrativo: unos salieron a marchar para advertir el riesgo de una regresión autocrática; otros acudieron al llamado del mandatario en turno para cerrar filas en torno a él.
Ayer, cuando era parte de las oposiciones, los lopezobradoristas denunciaban el desvío de recursos públicos con propósitos político-partidistas, el uso del aparato gubernamental y de los programas sociales con fines proselitistas, la compra o coacción del voto, el condicionamiento de derechos o servicios a cambio de apoyar una campaña o acudir a un mitin, etc. Pero hoy, que ya son gobierno, los lopezobradoristas no solo recurren a esas mismas prácticas sino que lo hacen, además, sin contención ni disimulo, reivindicándolas abiertamente, al margen de su propia historia y de que están prohibidas por ley. ¿Por qué? Porque quieren y porque pueden. No es un descuido, es un alarde.
El problema no está en quiénes acudieron. Denominar a la del 13 “marcha ciudadana” y a la del 27 “marcha de los acarreados” es abonar a la polarización, desdeñar la complejidad de sendos fenómenos masivos y reducir a la pluralidad de ciudadanos que acudieron a uno u otro evento a dos absurdos bloques monolíticos. El problema está, más bien, en el papel que asumieron las autoridades. Porque para el primer caso abundaron las provocaciones, los insultos y la desaprobación; pero para el segundo hubo harto trabajo, promoción y apoyo. Quizá ya nos malacostumbramos, pero convendría recordar que a las autoridades no les corresponde combatir ni tampoco impulsar manifestaciones. Que lo hagan como si cualquier cosa es una aberración pública.