La presidencia es poder, la calle es protesta. Que la calle pueda expresarse libremente para interpelar al poder es democracia, que el presidente quiera apropiarse del espacio de la protesta para exhibir su fuerza es autoritarismo. He ahí una clave para entender la tensión del momento político mexicano: tenemos un régimen cada vez menos democrático y un gobierno cada vez más autoritario.
Sin contención ni disimulo
¿Cómo es que una coalición con mayoría en ambas Cámaras, que controla la mayor parte de las gubernaturas y es la que tiene más legisladores en los congresos estatales, con un presidente que ganó por mayoría absoluta y nunca ha dejado de tener aprobación mayoritaria, y que además tiene entre sus filas a los dos aspirantes presidenciales con mayor intención de voto, necesita demostrar tanta capacidad de movilización? ¿A quién necesita demostrársela? ¿Para qué?
La marcha del 13 de noviembre trató de defender a la autoridad electoral contra el proyecto de reforma que pretende suprimirla. El acto del 27 no fue para abogar por ese o ningún otro proyecto sino para aclamar al presidente. La primera propuso brindarle apoyo a una institución democrática bajo amenaza; la segunda, rendirle homenaje al propio líder político que la convocó. El contraste no podría ser más ilustrativo: unos salieron a marchar para advertir el riesgo de una regresión autocrática; otros acudieron al llamado del mandatario en turno para cerrar filas en torno a él.
Ayer, cuando era parte de las oposiciones, los lopezobradoristas denunciaban el desvío de recursos públicos con propósitos político-partidistas, el uso del aparato gubernamental y de los programas sociales con fines proselitistas, la compra o coacción del voto, el condicionamiento de derechos o servicios a cambio de apoyar una campaña o acudir a un mitin, etc. Pero hoy, que ya son gobierno, los lopezobradoristas no solo recurren a esas mismas prácticas sino que lo hacen, además, sin contención ni disimulo, reivindicándolas abiertamente, al margen de su propia historia y de que están prohibidas por ley. ¿Por qué? Porque quieren y porque pueden. No es un descuido, es un alarde.
El problema no está en quiénes acudieron. Denominar a la del 13 “marcha ciudadana” y a la del 27 “marcha de los acarreados” es abonar a la polarización, desdeñar la complejidad de sendos fenómenos masivos y reducir a la pluralidad de ciudadanos que acudieron a uno u otro evento a dos absurdos bloques monolíticos. El problema está, más bien, en el papel que asumieron las autoridades. Porque para el primer caso abundaron las provocaciones, los insultos y la desaprobación; pero para el segundo hubo harto trabajo, promoción y apoyo. Quizá ya nos malacostumbramos, pero convendría recordar que a las autoridades no les corresponde combatir ni tampoco impulsar manifestaciones. Que lo hagan como si cualquier cosa es una aberración pública.
Se ha dicho mucho que en el menosprecio contra los “acarreados” hay un evidente sesgo clasista. Y es cierto, sin lugar a duda. No obstante, en la normalización del “acarreo” también hay otro clasismo del que casi no se habla, a saber, el que consiste en lucrar políticamente con la pobreza, la vulnerabilidad o la precariedad de distintos sectores de la población, en tratarlos como carne de cañón proselitista antes que como sujetos autónomos con derechos. Amedrentarlos u obligarlos a participar en un mitin con un pase de lista del que depende la posibilidad de que conserven un puesto o un permiso, de que reciban un servicio o les hagan un trámite, de que se les entregue una pensión o una beca, ¿no es acaso una forma de prejuicio, de abuso o discriminación debido a su vulnerabilidad o a su nivel de ingresos? ¿Y qué es eso, a fin de cuentas, sino una política clasista?
La marcha pasó pero la interrogante persiste: ¿De qué y a quién le sirve celebrar tanto un liderazgo cuando, en realidad, hay tan poco gobierno? ¿Qué utilidad tiene que el presidente tenga tanta fuerza cuando ha dado tan magros resultados?
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