Y sin embargo, las y los mexicanos hemos tenido claro que la única vía capaz de defender nuestros derechos y libertades, que el único régimen en el que cabemos todas y todos y que la única forma de garantizar la transición del poder por medios pacíficos -en un país tan violento- es la vía democrática.
El voto libre y secreto es producto de esa lucha. Hoy podemos darlo por sentado, pero en realidad es una conquista reciente en términos históricos. Hay generaciones de mexicanas y mexicanos que pueden todavía dar cuenta de muertos votantes; de personas “desaparecidas” del padrón electoral; del gobierno designando a las y los funcionarios de casilla que contaban y registraban los votos; de un partido en el poder que tenía el control absoluto de las autoridades electorales; de un partido único que no permitía la competencia, o la pluralidad o la protesta social.
La propuesta de reforma electoral que hoy se discute en la Cámara de Diputados y que fue propuesta por el presidente de la República demuestra una añoranza a esas épocas, donde no se tenía que lidiar con instituciones autónomas, con otras fuerzas políticas, con una ciudadanía plural, con minorías que pueden ser mayorías, con alternancias o con oposiciones. Donde bajo una peligrosa narrativa democrática se esconde el autoritarismo puro que lo quiere todo. Y va por todo. Para eso le hace falta el INE.
La reforma electoral le quitaría al INE la confección y actualización del padrón electoral y la regresaría a manos del gobierno. Nada más y nada menos la certeza básica en toda democracia: quién puede y quién no puede votar. Además, se eliminaría una estructura profesional que opera de forma permanente en todo el país y que garantiza la especialización y la independencia de las y los trabajadores electorales de los humores y presiones políticas.
Una estructura permanente que permite su especialización y la experiencia institucional acumulada se reemplazaría por órganos “auxiliares” y “temporales” que requerirían procesos de contratación y capacitación permanentes que seguramente aumentarían costos, disminuirían su eficacia y, evidentemente, minarían su imparcialidad.
La reforma, además, apuesta por la máxima “menos instituciones, menos intermediarios: un solo mando”. Bajo el falso manto de la austeridad propone desaparecer a los tribunales y a los institutos electorales locales. Bajo una narrativa “popular” -y por cierto falsa- de reducción de costos (el presupuesto de todos los institutos electorales locales en 2022 representa tan sólo el 0.58% del total del presupuesto de las 32 entidades) pasa por alto que estos órganos no sólo encarnan el principio constitucional federal bajo el que se construyó nuestra república (estados libres y soberanos), sino que cuentan con atribuciones específicas en la organización de las elecciones locales y de sus propios mecanismos de participación ciudadana.
Como ejemplo: en 2021 se renovaron 500 cargos de elección popular en el que contendieron casi 7,000 personas en el ámbito federal. En el local fueron más de 18,300 cargos con más de 250,000 candidatas y candidatos. Es decir, el nuevo Instituto que reemplazaría al INE tendría que operar por sí mismo todas las elecciones federales más las locales, los más de 230 mecanismos de participación ciudadana que se realizan atendiendo cada una de sus distintas realidades, pero con una estructura temporal y poco especializada: la receta al fracaso -o a la simulación-.
La captura del órgano de dirección se defiende con un argumento falazmente democrático. Sin embargo, la elección de consejeros y magistrados por voto popular sólo los haría presas de las fuerzas políticas pues tendrían que ganar su favor para realizar campañas nacionales. Para ser consejero electoral se tendría, primero, que ser candidato. Todo esto, además, bajo la lógica de utilizar la democracia participativa para debilitar a la representativa, cayendo en narrativas donde se alude a todos para que mande uno y uno solo.