Hay algo más aterrador que la violencia misma: la normalización de la barbarie. Cuando los cuerpos infantiles aparecen ejecutados, cuando las madres entierran a sus hijas tras ser víctimas de feminicidio, cuando los cuerpos colgados en los puentes ya no provocan indignación sino resignación… entonces, hemos perdido más que el Estado de derecho: hemos perdido la capacidad de sentir.
El silencio que grita: cuando la sociedad deja de escandalizarse

En México, vivimos una paradoja desoladora. Se invocan palabras como “justicia”, “paz” y “legalidad”, pero se repiten vacías, en sordina, frente al estruendo de la violencia cotidiana. A diario se asesinan niñas, niños, adolescentes, mujeres y hombres; comunidades enteras desaparecen de los radares del interés nacional; y las instituciones, paralizadas o cómplices, ofrecen cifras en vez de soluciones. Sin embargo, lo más grave es que nosotros, como sociedad, comenzamos a no escandalizarnos.
El Estado de derecho no se derrumba en un solo día. Se erosiona cuando se violan garantías sin consecuencias; cuando se desmantelan instituciones clave bajo el pretexto de reformarlas; cuando se persigue a quien señala la corrupción en lugar de a quien la comete. Se pierde cuando se aceptan mecanismos autoritarios y arbitrarios como si fueran necesarios, o peor aún, como si fueran “el precio de la transformación”.
La indiferencia oficial duele tanto como la violencia. En un país donde asesinan a niñas, niños y familias enteras; donde todos los días sabemos de más personas desaparecidas; donde las madres buscan a sus hijas e hijos entre los muertos, el gobierno no convoca a duelo nacional, no permite un minuto de silencio, no reconoce públicamente el horror. La narrativa del poder prefiere minimizar, ocultar o banalizar, como si admitir el sufrimiento colectivo fuera una amenaza política. Y lo más alarmante es que la sociedad tampoco exige ese duelo. No hay marchas, no hay protestas masivas, no hay clamor sostenido. Como si nos hubieran convencido de que vivir en el espanto es normal y que dolerse públicamente está prohibido. La omisión se convierte en complicidad, y el silencio —tanto del poder como de la ciudadanía— sepulta a las víctimas por segunda vez.
Destruir al Poder Judicial es desmantelar el último resguardo frente al abuso. La embestida contra el Poder Judicial de la Federación, bajo discursos de “democratización” o “transformación”, no es una anécdota institucional: es el colapso programado de los contrapesos. Sin jueces independientes, sin reglas claras, sin garantías de defensa, el país queda inerme frente a la arbitrariedad y la represión. El Estado de derecho no puede sostenerse si se silencia a quienes lo hacen valer en los tribunales. Pero lo más grave no es solo que el gobierno ataque a la justicia, sino que la sociedad guarde silencio. Si dejamos caer al PJF sin resistencia, sin escándalo, sin defensa, lo que perderemos no es solo un sistema judicial: perderemos la posibilidad de vivir en un país con derechos, justicia y dignidad.
Pero el colapso institucional se vuelve tragedia cuando lo acompañamos con indiferencia. Cuando dejamos de alzar la voz porque “ya no sirve de nada”, cuando desplazamos el horror con memes, cuando preferimos el fútbol o cualquier serie o reality show antes que la indignación ante un niño masacrado o una familia destrozada.
El problema ya no es solo la impunidad: es la insensibilidad social y la normalización de la violencia.
Hemos llegado a un punto en el que la muerte violenta de una menor no merece una cadena nacional. En el que la ejecución de niñas y niños no convoca marchas ni luto nacional. En el que las redes reaccionan más por un comentario desafortunado de un influencer que por la masacre de una familia entera en una carretera. ¿Qué nos pasó?
Quizá lo más urgente no es solo reformar las instituciones, sino recobrar el alma moral del país. Recuperar la capacidad de escandalizarnos. De llorar lo que merece duelo. De exigir lo que merece justicia. De denunciar lo que no se puede tolerar.
Porque mientras no nos duela profundamente la vida arrebatada de cada niña, cada niño, cada persona asesinada, la democracia no será más que una fachada, y el Estado de derecho, una promesa traicionada.
Y lo peor: mientras no nos escandalice lo que ocurre, mientras el dolor no sea suficiente para exigir seriamente la solución, seguirá ocurriendo.
_____
Nota del editor: María Emilia Molina de la Puente es Magistrada de Circuito. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.